Luego más tarde Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, en El Libro de Buen Amor nos alecciona sobre que “Es el vino muy bueno en su misma natura; muchas bondades tiene, tomado con mesura; al que más lo bebe quítale la cordura; toda maldad del mundo hace y toda locura”.
La literatura medieval está llena de referencias a esta bebida de antiquísimo linaje. Lo encontramos en La Celestina y es larga la referencia de autores del Siglo de Oro de Tirso de Molina a Lope de Vega o de Góngora a Quevedo donde encontramos indicaciones sobre este “néctar divino, al que algunos llaman vino, porque nos vino del cielo”. Pero quizá sea en el El Lazarillo y El Quijote donde encontremos dos puntos culminantes. En la primera de la novelas, Lázaro cura sus heridas con vino, después de que el ciego le rompa el jarro en los morros, y más tarde, llegará en su edad adulta a tener oficio como pregonero de vinos en Toledo. En El Quijote son innumerables las citas que encontramos, y no sólo del protagonista acuchillando zaques, sino de unos y otros dando sorbos sin ningún motivo de encantamiento, alabándose siempre como de muy buena calidad el vino de Ciudad Real.
Los escritores del siglo XVIII, aunque parcos y moderados, también se acercaron a esta fiesta del beber y de los románticos no hay nada más que recordar a don Juan Tenorio. El realista Benito Pérez Galdós no pierde comba en muchas de sus novelas para hacer referencia a la costumbre popular de la ingesta de tan espirituosa bebida, podemos recordar en algunos textos de su Ángel Guerra cómo se vivía y cómo se bebía en los mesones castellanos. En el siglo XX elaborar una hermosa antología con los textos sobre el vino, de poetas, narradores y dramaturgos, y no sólo de manchegos de renombre como García Pavón, Francisco Nieva, Buero Vallejo o Rafael Morales, o universales, como Jorge Luis Borges y su “Soneto al vino”, sería cuestión de que alguien subvencionara el trabajo a algún investigador hedonista.
El vino ha tenido importancia en la historia no sólo como halago de paladares o como objeto de buena literatura, sino como símbolo popular en muchas culturas. Ha sido y sigue siendo elemento fundamental en sacrificios y oblaciones y muchos rituales de iniciación, ya sean sagrados o profanos, casi siempre de una forma u otra relacionados con el amor, como el amor a la humanidad que transmitía uno de estos singulares personajes mitológicos, Dionisos. Este atributo amoroso del vino lo convierte en una bebida de comunión, ya sea por el trance compartido o por la paz encontrada que proporciona.
Bebamos entrecruzando los brazos y mirándonos fijamente a los ojos, como hacían los antiguos escandinavos, brindemos presentado la copas la altura de la cabeza o choquemos los vasos, como es costumbre que ya tiene quinientos años, pero sobre todo gocemos con este caldo que invita a ser saboreado con gusto, medida y moderación para poder mantener un saludable espíritu libertario con ese don del cielo que “alegra el ojo, limpia el diente y sana el vientre”.