Estimados amigos y amigas, ninfas del río garcilasiano, sigo en Lisboa. No sé si sigo o sueño, qué más da. Nuestro Tajo aquí, en el mar de la Paja, también está sucio antes de encontrarse con las olas del océano. Los peces surgen entre el agua embarrada por la torre de Belém y el imponente monumento a los descubridores. Los pastelillos están tan ricos como cuando estuve la primea vez en un aexcursión con alumos y alumas de Madridejos, o tempora o mores. Me acompaña una voz dulce lisboeta, no tan ardiente como la de Vimeiro, que me recita permanentemente poemas de Pessoa, como este que se titula “Autopsicografía” y que es muy auténtico:
“El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
que hasta finge que es dolor
el dolor que de veras siente.
Y quienes leen lo que escribe,
sienten, en el dolor leído,
no los dos que el poeta vive
sino aquél que no han tenido.
Y así va por su camino,
distrayendo a la razón,
ese tren sin real destino
que se llama corazón”.
Lisboa es Pessoa. Lisboa es antigua y decadente. Me he retratado en la silla que acompaña al poeta en la plaza central del barrio del Chiado, junto a la cafetería Brasileira. En Toledo no tenemos estatuas así, humanas, a ras de suelo, que son como una persona más entre el gentío; quizá la estirada estatua de Cervantes se asemeja un poco, pero no mira a la gente, no posa su mira en el pueblo, es un retrato adusto, serio y despreciativo, como no era Cervantes. Hasta aquí ha llegan los ruidos de España, pero no estamos nosotros para cohetes. Una vez se cayó la cabeza de un ángel tras el ruido de una mascletá, ahora no se van a caer los ángeles sino los hombres. Este amigo pessoiano también me ha llevado al café que frecuentaba Saramago en la plaza del Comercio, me he estremecido nada más pasar el umbral de la puerta. En el Largo do Carmo he llorado recordando la revolución de los claveles, ¡qué tiempos de esperanza y de ideología del pueblo! En el palacio de Ajuda he recordado el cancionero del siglo XIII y sus 310 “cantigas de amor”. Una joya de la cultura. Esto es mi vida lisboeta, que es mucho menos vida cuando siento alguna ausencia. Claro que he subido en el elevador de Santa Justa y en los tranvías amarillos y en el centenario funicular y he ido a escuchar fados, esas canciones tan propias y tan ligadas a la proyección que los portugueses hacen de la historia de su país y de su identidad. No todos los fados son tristes como se cree quien no entiende de fados, aunque es cierto que la mayoría giran en torno a la tristeza, la nostalgia o saudade, el amor truncado, los valores lusos y el desamparo metafísico. Esto es Lisboa, pero esperadme ya ¡que voy de vuelo!