sábado, 16 de marzo de 2024

El misterio Razumovski, gran novela de Martín Llade en el 200 aniversario de la Novena de Beethoven

 

El misterio Razumovski, de Martín Llade, se presenta como un fascinante tapiz literario que entrelaza diversos géneros para crear una experiencia narrativa única. La extensa narración, inteligentemente construida, bebe de las ricas fuentes del género histórico, sumergiendo al lector en una época pasada con precisión y detalle, tanto en personajes, como en el marco histórico del Congreso de Viena y el geográfico de la ciudad del Danubio y lugares aledaños. Al mismo tiempo, adopta elementos del género policiaco, con Beethoven como principal indagador, manteniendo la tensión y el misterio en una trama que se desenvuelve con la lógica, la intuición y la meticulosidad de una investigación criminal.

La estructura del thriller impregna la narrativa, dotándola de un ritmo, acelerado a veces y más pausado otras, que captura la atención del lector y lo mantiene en vilo. Sin embargo, el novelista no se conforma con un único registro y expande su relato hacia la aventura, invitando a los lectores a un viaje pleno de descubrimientos y acechos inesperados. Los sesgos románticos añaden una capa de complejidad emocional, mientras que los pasajes de terror se encargan de provocar escalofríos y aumentar la tensión dramática.


Más allá del entretenimiento intelectual, El misterio Razumovski ofrece profundidad psicológica y pensamiento filosófico, explorando las motivaciones y dilemas de sus personajes con una introspección que invita a la reflexión. El autor, que lo sabe todo y lo narra a través del ayudante del protagonista, demuestra una imaginación desbordante y una lógica implacable, apoyada en una documentación histórico-geográfica exhaustiva que otorga credibilidad, riqueza y verismo al relato.

La narración, descrita de manera lineal, sugiere una historia que, si bien sigue una dirección nítida, se permite explorar múltiples facetas y perspectivas, como si cada giro revelara una nueva dimensión de la trama y sus personajes.

El misterio Razumovski es una novela histórica y lo es policiaca, en la que se busca el esclarecimiento de crímenes, donde los detectives rastrean la solución justa, sean o no agentes de la ley; y es el apunte biográfico de un personaje famoso, Beethoven. Como novela histórica nos ofrece el espejo que refleja una sociedad global reunida en una ciudad concreta, Viena, en un momento determinado (unos meses de 1814), en el marco de referencia del encuentro internacional convocado con el objetivo de restablecer las fronteras de Europa, tras la derrota de Napoleón, y reorganizar las ideologías políticas del Antiguo Régimen; históricos son también la inmensa mayoría de los personajes reales; pero siendo histórico en su conjunto el universo de referencias, no es esta una novela en su totalidad del género histórico, pues la parte ficcional supone un eje fundamental en el desarrollo de la trama. Es también, en cierto modo, una novela de aventuras, en la que se cuenta desde el inicio hasta fin el recorrido vital de un héroe central, de un testigo que lo cuenta a manera de narrador y de otros personajes, circunstanciales y necesarios. Incluye algunos rasgos románticos en el sistema de relaciones de algunos individuos con aventuras y desventuras amorosas y hasta eróticas, heterosexuales y homosexuales. En ella encontramos algunos pasajes de terror que, si no miedo, sí presentan misterio y producen tensión. Podemos considerar que es una novela realista que propone relatos ambientados en un mundo concreto. Así mismo, se aprecia cierto enfoque psicológico en la descripción de sentimientos y del mundo interior de una pléyade de individuos, cuya implicación en la trama puede tener consecuencias. No es ajena a matices filosóficos sin intencionalidad de trascender la existencia. Es un texto narrativo, en el que se cuenta una serie de hechos que suceden o se rememoran, que conforman pequeñas historias que unen sus aristas para constituir un universo. El misterio Razumovski es una novela con intencionalidad literaria, sin narcisismos, con historia, con humor, con misterio, que entretiene e ilustra y es placentera de leer. Y muy especialmente esta obra de Martín Llade es una novela con música, no solo porque su protagonista sea Beethoven y el arte del sonido tenga presencia permanente, sino porque cada capítulo se encabeza con el título de un fragmento o de una obra del sordo genial, y toda ella rezuma múltiples matices del arte sonoro.

¿Merece la pena la lectura de El misterio Razumovski? Absolutamente sí; sin perder la capacidad de asombro y sin rendirse a la sorpresa tras cada capítulo. La originalidad, la sugestiva aportación del relato, reside en la capacidad de subversión con que nos sorprende en los capítulos finales: una serie de sucesivos desenlaces que se superponen y se bifurcan, sin que la arquitectura de la novela se resienta. Esos capítulos finales son como la cúpula de hormigón artesonado con su óculo del Panteón romano y a su vez son la clave o dovela central de un arco o de una bóveda que acuña el conjunto y lo mantiene incólume.

Como lector, todo me parece normal en esta narración, aunque me asombre y sorprenda, porque está escrito con un discurrir claro y sencillo. Ahí se da la coherencia del conjunto del texto. Las piezas encajan y unas se unen con otras sin fisuras, como las teselas de un mosaico. Incluso las trampas narrativas ayudan a ir configurando la verdad. Esos capítulos finales son el aleph borgiano, el punto de espacio-tiempo de la novela donde se sintetizan todos los mundos, todos los tiempos, todos los lugares, las historias de todos los personajes que han pasado por las más de 500 páginas anteriores. En esa confluencia suprema reside la originalidad creativa de la novela: la subversión total en el sentido más etimológico del término, (del latín subvertere, con el significado de trastocar, dar vuelta). Los finales trastocan el orden establecido del contenido, ya sea de índole política, social o moral, y el orden estructural de la narración misma.

Se subvierte el sentido compositivo del thriller en su desarrollo y, por supuesto, en el final. El proceso de indagación lo llevan a cabo dos personas que nada tienen que ver con la profesión policial o la de investigador civil, que comparten inteligencia con los conspicuos personajes: Sherlock Holmes, Hércules Poirot, Kurt Wallander, Salvo Montalbano o Pepe Carvalho. La pieza final de la subversión es definitiva: desvelada la verdad, desentrañado el misterio, reconocidos los culpables, no triunfa el bien, sino el mal. ¡¿Acaso se puede producir una subversión mayor del género narrativo, perfectamente visible en la estructura de la novela, que la que aquí se engendra?!

Se subvierte el sentido de la lógica, como en el cuento borgiano de La muerte y la brújula, pues, con la lógica, los detectives, Beethoven y Schindler, atando cabos, ordenando hechos, relacionando personajes, conjugando historias, interrogando a personas, llegan a conclusiones intachables e irrefutables; sin embargo, eso que parece el triunfo de la inteligencia es alterado por la derrota de la misma, pues será la ilógica lo que culmine la novela, una ilógica que proviene de la inversión del sentido moral de los privilegiados (del poder), que tienen su propia “lógica inmoral” utilitaria, para mantener su estatus.

Se trastoca la moral social. Todos somos conscientes de lo que es bueno y de lo que es malo, lo que puede hacerse y lo que no. La novela refleja la sociedad de una época, proyecta no en declaraciones, sino en conductas, y la moral cívica en su diversidad. Ahora bien, donde la moral se voltea a sabiendas es cuando el poder, la clase dirigente, los políticos, alteran la verdad a la que han llegado los detectives (Beethoven y Schindler). Tras narrar la realidad y buscar la verdad, cuando verdad y realidad se encuentran, la novela (o el autor en su concepción de la novela) da un giro para que la verdad no triunfe. Es tremendo y no es inverosímil, ni ficción, es la victoria de la inmoralidad, que es capaz de poner de acuerdo a los poderosos. Estamos ante el último grado de la perversidad: poner las leyes al servicio de la injusticia. Con todo ello se desbarata la moral social y el fundamento básico de la sociedad: la justicia. Sin embargo, el autor no hace moralina ni toma postura, solo describe lo que hacen los individuos.

Hablar de la peripecia, de los ochenta personajes, de Beethoven, de Razumoski, daría para varios artículos. Ahí están, en la novela, para que el lector los vaya descubriendo y cerciorándose con una enciclopedia al lado de que no solo ellos, sino las más simples anécdotas que se cuentan s son reales.

Dicho lo dicho, aún me hago una pregunta: ¿El misterio Razumovski es una novela literariamente buena? ¿hay correspondencia entre el fondo y la forma? Yo diría que sí y me ahorro los argumentos. Si parto de la libertad que corresponde a todo hecho creativo y valoro la originalidad del producto, considero que la novela de Martín Llade es literatura que merece ser conocida. El fondo y la forma se corresponden en la agilidad narrativa y en la habilidad descriptiva. Se tiende más a lo sustantivo que a las valoraciones subjetivas ampulosas y retóricas. La sencillez de la expresión es chocante contraposición con el tejido de tramas y subtramas que confluyen en la gran paradoja final de la subversión total. El léxico es llano y la sintaxis clara. El libro atrapa y pide continuidad en la lectura.

Aún hay más, el autor, al modo de Julio Cortázar en Rayuela, nos ofrece tres maneras de adentrarnos en El misterio Razumovski: leyendo la novela de principio a fin; imaginando nosotros la ficción, mientras escuchamos las piezas musicales que apunta en el título de cada capítulo; y leyendo y escuchando al tiempo, que es como recrear la lectura con música ambiental; la tercera sería escuchando solo la música y que cada uno se imagine la historia que le apetezca.

Ediciones B, con esta novela de Martín Llade, en el 200 aniversario de la composición de la Novena Sinfonía de Ludwig van Beethoven, realiza un formidable homenaje al genial músico universal y ofrece al gran público (no es necesario saber de música para leer esta maravilla) una obra literaria evocadora que ilustra, entretiene, magnetiza y fascina. 


lunes, 2 de noviembre de 2020

¡Loadas sean las puches!

En los Santos, ¡puches! Se me saltan las lágrimas ante un plato de esa patria que es la infancia: las puches de los Santos. Una gran orquesta de chefs no las haría mejor que mi madre con su sartén de hierro en las trébedes sobre ascuas de troncos de encina. Las puches son música, hay que dominar el tempo para que los mínimos ingredientes funcionen y el resultado sea la exquisitez de un beso suave en el paladar cuando cae sobre la cuchara plena.

La sinfonía se compone con harina, anises, azúcar, una cáscara de naranja, un poco de miel, aceite de oliva, unos coscurros de pan y agua. Nada más y nada menos. Escribir una novela en soledad parece más sencillo. Inteligencia, dame el equilibrio exacto. Para la preparación me pondré de ambiente el Miserere de Zelenka, versión de Accademia Barocca Lucernensis, con dirección de Javier Ulises Illán, es puro haevy barroco. Elaborar un plato sencillo de puches es una épica doméstica. Son poesía impura como un traje usado, con arrugas, pero también una declaración de amor y un idilio. Y nos da para pensar en este mundo raro que nos toca vivir y en el hombre y en la libertad del hombre, y en ese día en que libertaremos la luz y el agua, la tierra y todo será como el corazón abierto a los inmensos horizontes nos indique. Pero hoy son solo eso, las puches, compuestas con una recetilla recordada de mi madre, de las manos de mi madre, curtidas y ágiles. Sigue la música ya que todo lo llena: Miserere mei, Deus: secundum magnam misericordiam tuam. Recuerdo de todos los santos y de todos los difuntos y de todos los vivos que pudieran acercarse a probar las delicias de este plato.

Me pongo manos a la obra. Por las ventanas de la cocina entra el aire del mundo, las lacias y ocres hojas de los árboles se ven caer ante un soplo débil de viento. Todo es humilde y esencia sobre el tablero: la harina, los anises, el azúcar, la cáscara de naranja, la miel, el aceite de oliva, el pan duro y el agua. Nada va a ser complicado. Me gustaría trabajar el guiso con mis nietos pero están lejos. Seamos transparentes con los recuerdos, con las emociones y con el proceso de preparar las puches. Sigue en el Miserere de Jan Dismas Zelenka y, cuando acabe, que se inicie el Confitebor tibi. Mientras, ya estoy cociendo los anises junto con la cáscara de naranja seca en el agua. Va a ser un caldo con aromas, un caldo con música de la que remueve el alma. Cuando ya está sustancioso el cocimiento, lo dejo enfriar. La paciencia es uno de los ingredientes necesarios en toda cocina que busque la excelencia, desde la más básica y humilde a la más compleja y elaborada. Y la paciencia se lleva mejor con música ambiente. Ya está frío, del tiempo, el líquido. Hoy no lo cuelo, voy a dejar los anises cocidos. La cáscara de naranja si la saco, ya ha cumplido la función de dejarnos sus aromas.

El estilo contrapuntístico de Zelenca, muy del gusto francés, me entra por los oídos, mientras en cuenco con agua fresca voy disolviendo la harina con un batidor y un buen juego de muñeca, hasta que todo está suave como unas natillas. Nada debe quedar que parezca un grumo. Es el momento del dulzor, añado el azúcar. No me gustan muy dulces, no las quiero empalagosas. Recuerdo unos versos de Pablo Neruda: Suave tu piedra pura ancho tu cielo blanco.

Esta disolución de harina y azúcar la vierto en el agua de anises y cáscara de naranja que me está esperando, ya hirviendo a fuego lento, en una sartén honda, de esas antiguas de cobre. Muevo y remuevo con la cuchara de palo al ritmo del Confitebor tibi. Paciencia, paciencia, ingrediente exacto del cocinero. Amo todas las cosas, no sólo las supremas, sino las infinitamente chicas, los platos, los floreros, el ascua de la lumbre, la naranja, la cuchara de palo con la que muevo las puches. Y dejo que cuezan suavemente diez o quince minutos, sin dejar de mover al ritmo de la música o de los recuerdos, con la vista en la mano de mi madre que sigue ahí, aunque lleve muerta casi treinta años. Ya están cocidas. Las vierto en la cazuela. No las quiero duras como el pan ni tan claras como un gazpacho. Así están bien. En su punto. No pasa nada. El mundo está bien hecho. Pero no hemos terminado.

Sartén nueva. Aceite de oliva virgen. Unos coscurros de pan. ¿Qué son los coscurros? Pues ni más ni menos que unos trozos de pan duro o al menos sentado. ¿Y para qué quiero los coscurros? Para freírlos y rociarlos luego de miel. Los frío que doren pero que no se quemen y los aparto a un plato. Sigue la música. El tiempo sigue. No nos descuidemos. En la misma sartén, ya con poquito aceite, sofrío una cáscara de naranja para que deje su fragancia, la saco; vierto sobre ese aceite aromático unas cucharadas de miel y la sartén comenzará a ser como una nube de espumas. Dejo caer los coscurros fritos, rápido, rápido y los voy sacando, rápido, rápido, y los voy hundiendo en la cazuela de las puches. Ya está. Ha terminado de sonar Zelenka. La piedra transparente del recuerdo me lleva a mis nietos y envejezco un poco viviendo su sonrisa con estas puches que reposan en la mesa, esperando la frescura del reposo hasta que la cuchara se hunda en ellas y vaya a la boca cantando ahora el Miserere de Adolph Hasse, también de Accademia Barocca Lucernensis. Hemos pasado de la fuerza potente y oscura de Zelenka a los tonos animados y monumentales de gusto italianizante, el dorado barroco de Hasse, pleno de un virtuosismo vocal deslumbrante que casa perfectamente con el no menos deslumbrante gusto bucal de las puches.


Un canto de alabanza es este texto, un canto de optimismo luminoso a algo tan simple, verdadero, humilde y sencillo como un plato de puches, alimento nutricio del pobre en fiesta y parte esencial de su felicidad terrena cuando puede llevársela a la boca. Son puches de esperanza en todos los sentidos de la palabra. La pretensión no trasciende el universo, es puro homenaje a la felicidad, a la evocación, a la infancia y al recuerdo. También al presente de ojos tristes. A todos los Santos y a todos los difuntos y a todos los que viven con la mera contemplación de las cosas sencillas. La alabanza exaltada de las puches, con su música barroca y todo, la convierto en un acto de optimismo y en una llamada a congregarnos ante la “pandemia” solidaria alrededor de los humildes portentos que nos rodean. Las gracias sean dadas a las manos de mi madre, que me enseñó a leer y a guisar, y a mis nietos, que me animan a vivir, y a la sartén, y al fuego, y a la harina y a quienes molieron el trigo, y a la aceituna y al aceite, y a las cáscaras de naranja y a los anises y a la miel y el azúcar que todo lo endulzan. ¡Loadas sean las maravillosas puches!

De los fanatismos hay que reírse.

Título: Señor Ruiseñor. Dramaturgia: Ramon Fontserè con la colaboración de Dolors Tuneu y Alberto Castrillo–Ferrer. Compañía: Joglars. Dirección: Ramón Fontserè. Intérpretes: Ramon Fontserè, Pilar Sáenz, Dolors Tuneu, Xevi Vilà, Juan Pablo Mazorra y Rubén Romero. Espacio escénico: Anna Tusell. Proyecciones: Manuel Viecente. Diseño espacio sonoro: David Angulo. Vestuario: Pilar Sáenz Recoder. Iluminación: Bernat Jansà. Producción: Joglars. Escenario: Palacio de Congresos El Greco.

La tradicional escuela de Joglars más los consabidos «tics» a los que nos tiene acostumbrados su director de esta nueva época, el carismático Ramon Fonserè, han facturado un espectáculo, que, sin ser del género del esperpento, se le aproxima. Mucha ironía, mucha caricatura, mucha realidad retratada en sus márgenes más ridículos y criticables, un ambiente casi poético (el del multicultural artista Santiago Rusiñol), y una escenografía que nos recuerda a la mítica que realizara Víctor García para Las criadas (1969) han completado un divertimento que lleva a la reflexión y la risa. En el fondo subyace esa idea de lo identitario, que, desde el cráneo hasta el ano, lleva a las sociedades a ser inverosímiles. Por supuesto, la Cataluña independentista y, sobre todo, antiespañola, están en el punto de mira de la farsa.

No es de extrañar que el sentido crítico y creativo de Joglars se haya fijado para este montaje en la figura de Santiago Rusiñol (1861-1931), un hijo de la burguesía catalana que simboliza una personalidad intensa y compleja, con una visión melancólica, amarga y desencantada de la vida, y que a su vez es una persona dotada de un gran talento que discurre por el muy diverso mundo de la cultura y hace de él un artista en el más amplio sentido de la palabra: pinta, escribe novela, teatro, poesía y crítica. Es asimismo un referente de la modernidad y de la introducción del Modernismo en las artes y la literatura. Y es también uno de los intelectuales más importantes de la Renaixença literaria y cultural de Cataluña. Y por si todo lo anterior fuera poco, por su cosmopolitismo nada terruñero, está considerado como un ejemplo de lo que los españoles consideran la Cataluña cívica, culta y abierta al mundo. De él afirmó Josep Pla que fue «un destructor de fanáticos que representó una sociedad de ciudadanos holgados y juiciosos a orillas del Mediterráneo».

Esa idea en la que no caben los fanatismos ni el borrar el relato verídico del pasado para construir otro nuevo, el identitarismo excluyente, acorde con intereses en muchos casos espurios es el eje sobre que se mueve Joglars para componer la obra Señor Ruiseñor, cuyo objetivo más positivo, a partir de la figura de Rusiñol, es la reivindicación del arte como patria universal contra las patrias identitarias. Y diría que aún más, pues evidente es la defensa de los valores de la libertad, la crítica al poder corrosivo y al dogmatismo.

Señor Ruiseñor es una obra coral en la que es clave el movimiento de los seis actores en el escenario, donde trabajan esencialmente las acciones con una extraordinaria expresión corporal, en la que demuestran su acendrada profesionalidad en el estudio del gesto y cada detalle del movimiento de su cuerpo. Junto a la expresividad corporal hay que destacar el magistral uso de la voz. Todo ello compone un espectáculo divertido, hilvanando una sucesión de gags, en los que la atención del espectador es necesaria para no perder detalle de los dobles sentidos, los juegos de palabras o los gestos que definen a personajes conocidos. Así consiguen escenas delirantes y muy logradas, como la presentación del objeto fetiche del museo, el cráneo, o la que actualiza el trasunto del rey desnudo, a propósito de esa catalanidad entendida en los horizontes de la irracionalidad. No menos graciosas, por rizar el rizo de lo identitario, son la de los pliegues del ano, la mofa de Pujol y el pujolismo o la que implica a representantes de la iglesia en esta compleja falacia. Más poéticas son las acciones que tienen que ver con la evocación de las obras de Rusiñol, como L’auca del senyor Esteve, con una coreografía armónica y textos rimados muy graciosos, que configuran la sátira burguesa de su contenido; y el cuadro La morfina, que, aunque tiene referencia autobiográfica del autor, que era morfinómano, en este espectáculo es un leiv motiv de efecto cómico.

La escenografía, sencilla y funcional, aúna el suelo libre (una plataforma inclinada) y las proyecciones en una gran pantalla panorámica frontal. Esta combinación de cine y teatro consigue efectos bellísimos que dan sentido a un espectáculo pictórico y estético. A este entramado visual hay que unir el sonoro, con una muy destacable selección musical con momentos especiales como el coro de la zarzuela Doña Francisquita y el zapateado.

Un acierto es la capacidad de desdoblarse, la elasticidad y el carácter camaleónico, propios de la vieja escuela de formación actoral de Joglars, bien dirigidos por Ramon Fontserè, que es además el actor protagonista de la función, con su forma de interpretar que le hace tener estilo propio. Pilar Sáenz, Dolors Tuneu, Xevi Vilà, Juan Pablo Mazorra y Rubén Romero ponen de manifiesto su versatilidad en unos papeles que buscan el divertimento y lo consiguen. Muy buena interpretación de todos ellos; es tanta su experiencia que parece fácil todo lo que hacen y, sin embargo, están utilizando una gran variedad de recursos dramáticos que en modo alguno se improvisan. Son un verdadero reloj suizo: exactos y equilibrados.

Joglars sigue siendo por escuela, por conocimiento, por investigación y por su línea creativa uno de los grupos que mejor teatro hace en su género desde hace diez décadas. Señor Ruiseñor es un buen ejemplo y quizá en esta época de Fonserè frente a la anterior de Boadella se evite el exceso de histrionismo en las propuestas.

Al final resulta que el tiempo pasa rápidamente, que el público se ríe y se divierte con su mascarilla puesta. Y todos los que hemos asistido a la representación en un auditorio de butacas salteadas, por aquello de las medidas de seguridad de la pandemia, hemos aplaudido con fuerza por el espectáculo y por el esfuerzo de unos y otros por mantener la cultura activa. Esto debe seguir y debemos aprovechar todas y cada una de las pequeñas posibilidades que la ciudad nos ofrece, como es el teatro o la música o los museos, para darle sentido positivo a esta existencia de miedo, empobrecimiento y congoja en que nos tiene sumidos la cruda realidad de la que tanto trabajo nos cuesta evadirnos.

viernes, 29 de mayo de 2020

miércoles, 28 de febrero de 2018

Sinfonía de colores de Begoña Summers

La reconocida pintora Begoña Summers presenta una muestra de sus últimas obras en la sala de exposiciones del Ateneo de Madrid (calle del Prado, 19), entre los días 18 y 29 de este mes de diciembre.

Begoña Summers ama la música y le encanta pintar músicos en el desempeño de su arte. También le gusta contemplar la naturaleza o las calles, las imágenes que reflejan los espejos, el mar y el puerto, el cielo de amplios horizontes, los veladores de un bar con gente, un escaparate, el abigarrado mundo de un circo, la amplitud panorámica de las ciudades o los tejados que las cubren. Y todo es lo que es, pero resuelto en sutiles líneas y llamativos colores, que trascienden la realidad que representan y evocan estados de ánimo y emociones optimistas. Cuando trabaja en el taller, en una mano tiene la paleta de colores, en la otra el pincel y en el aire siempre la música. Antes de posar el pincel sobre el lienzo lo impregna con el pigmento limpio, con el armónico sonido, con la imaginación, con los recuerdos y con la voluntad de lo que busca representar. Y al final queda la obra, el arcoíris de una sinfonía de colores.

En la pintura de Summers la realidad se percibe en la composición, sin embargo quizá importe más que su comprensión analítica la experiencia emocional, el mundo interior y la evocación de esa realidad que la pintora transmite. No me parece que la artista sea un mero testigo de lo que contempla con los ojos y cuyas impresiones traspasa, a través de su mano, al cuadro, sino que se graba algo de ella misma en cada pincelada, en cada elección de color puro, en cada azul, rojo, verde, naranja o amarillo. Tampoco fragmenta con sus líneas precisas, no siempre rectas, el entorno que ofrece, cuya perspectiva es muy razonable. En el fondo, es como si quisiera acercarse a la realidad amable y, a la vez, distanciarse de ella para reinterpretarla y envolverla con la capa evanescente de las emociones personales. En su pintura, por tanto, importa lo que se ve y la sensación que esa imagen deposita en el interior de quien la pinta y también de quien la contempla. Quizá no sea pretencioso afirmar que en estas obras de colores y líneas se recrea lo real, el objeto, en su ser físico y espiritual; y en ese sentido, Begoña Summers es como el demiurgo, el artista creador, que insufla el alma a las formas, con el fin de que tengan vida y no solo sean pura representación.

Cuando me pongo delante de un cuadro de Summers, siempre pienso en la apasionada confianza en la libertad creativa de la artista, tan necesaria para poder expresar sin trabas su visión personal del mundo que alcanza con sus ojos, y, por supuesto, me lleva a recordar a Kandinsky, quien tanto hizo por relacionar sinestésicamente la música y la pintura. Pienso que hay algo de expresionismo en lo que veo, desde el momento en el que aprecio que el papel de lo descriptivo se reduce sin anularse, que la imaginación y la emoción de la pintora se fortalece y que el color, los colores puros, y la línea se potencian como formas de expresión. Y me fijo también en el estudio de la luz y esa aproximación fértil e inmediata de color ejecutada con tanta frescura. Y no olvido su manera de crear, que no es otra que la de tomar apuntes y dibujos del natural, para luego realizar un concienzudo trabajo de reflexión y acción en el estudio y alcanzar el objetivo definitivo, la obra en sí terminada. Expresión, sí; pero impresión y alma también. El pincel intermedia ente el corazón y la obra lo mismo que el arco del violinista intermedia entre el corazón del músico y la interpretación. Todo un universo de conceptos, vivencias y detalles  confluye en la permanente melodía de un arte singular y un estilo definido, propio de quien sabe el oficio y los avatares de su historia, de quien domina las técnicas con maestría y de quien tiene la vena creativa para definir su yo artístico.
En suma, la obra de Begoña Summers, pintada con el corazón y la cabeza, posee franqueza, fuerza, habilidad, elegancia y algo muy importante, en el convulso mundo en el que vivimos, la sensibilidad para favorecer la felicidad de quien la mira.
La exposición en el Ateneo de Madrid es una buena ocasión para apreciar el buen hacer de una artista de éxito.

GREGORIO MARAÑÓN: UN DOCTOR HONORIS CAUSA REIVINDICATIVO

La Universidad de Castilla-La Mancha ha investido como doctor honoris causa a Gregorio Marañón y Bertrán de Lis. Méritos le sobran. El currículum que atesora es de impresión. Lo social, lo político, lo económico y lo cultural se entretejen en una vida plena. Cualquiera diría, leyendo su semblanza en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia, que estamos ante el poema de  Kavafis en el que escribe: “Cuando emprendas tu viaje a Ítaca / pide que el camino sea largo, / lleno de aventuras, lleno de experiencias”,  y que el poeta estaba estaba pensando en el toledano de adopción. Pero, entre todas las experiencias y los honores, hay unas que siempre lleva viento en popa: la cultura, la toledanidad y la defensa de Toledo. Y, siguiendo el siempre eterno y universal poema del griego de Alejandría, Marañón nunca temió ni a los lestrigones ni a los cíclopes ni al colérico Poseidón. Y no los temió, si estuvieron fuera acechando, porque su pensar es elevado y noble la emoción que toca su espíritu.
Labor de este artículo no es la de realizar la laudatio, que ya la hizo muy pormenorizada el director de la Escuela de Arquitectura de Toledo, la impulsora del nombramiento como doctor. Sí quiero añadir mi opinión para justificar el merecimiento de este doctorado por causa de honor en una persona, que, además de la trayectoria objetiva reconocida, es un símbolo, especialmente en Toledo. Con los hechos y escritos de Marañón en lo que atañe a la salvación de la Vega Baja toledana, el más rico yacimiento arqueológico de la época visigótica, podemos afirmar que la cultura vence a la especulación. Y con esa batalla, capitaneada por él y seguida por algunos otros, Toledo ha salido ganando en valores históricos y patrimoniales. La historia milenaria iba a ser sepultada bajo los sótanos de miles de viviendas y el paisaje toledano, que también estaba preservado desde la declaración de la UNESCO como Ciudad Patrimonio de la Humanidad, quedaría adulterado en su esencia. Un discurso ante el rey Juan Carlos, la ministra de Cultura, Carmen Calvo, el presidente de la Junta, José María Barreda, y el alcalde de la ciudad, José Manuel Molina, a lo que se añadió un artículo en El País y la anuencia y rápida respuesta administrativa del presidente de Castilla-La Mancha, lograron parar lo que parecía imposible.
No me ha extrañado en absoluto que Gregorio Marañón y Bertrán de Lis haya dedicado la mayor parte de su discurso en el acto de investidura, tras la imposición del birrete y la entrega de los atributos, ya como doctor honoris causa, a la Vega Baja toledana. Además, como todos sabemos, el asunto sigue sin cerrarse legalmente y hay que mantenerse vigilante. Por ello, acaso, él ha seguido reivindicando muy claramente un acuerdo político y social para salvar de manera definitiva esa zona tan importante para la ciudad y para la historia. Toledo, tras años de sentencias contra el viejo POM, tiene que realizar un nuevo Plan de Ordenación Municipal; y es en ese marco en el que Marañón ha exigido que se reunifiquen y redefinan los cuatro Bienes de Interés Cultural que coinciden en el perímetro: la Fábrica de Armas (hoy campus universitario), el Cristo de la Vega, el Circo Romano y la Vega Baja. No es habitual que en un acto académico formal y protocolario, como es el de la investidura de doctores honoris causa, se denuncien actuaciones políticas sin tapujos y se diga, como Marañón ha dicho de la Vega Baja, que fue “un proyecto inmobiliario sin más ambición que la del enriquecimiento”. Esto nos lleva a pensar que el doctor por la Universidad de Castilla-La Mancha está fino de mente, mantiene la capacidad crítica y, por su situación y sus años, no le teme a nada ni a nadie, ni al colérico Poseidón ni a los cíclopes ni a los lestrigones. Pero no quiere estar solo clamando en el desierto y ve necesario que la ciudadanía, libre de ataduras e intereses, tome el testigo y se movilice.
Y por cerrar con el mismo viento que comencé, seguiré parafraseando al gran Constantino Kavafis y le diré a Marañón que tenga siempre Toledo en su mente. Llegar a ella es su destino. Mas que no apresure nunca el viaje. Mejor que dure muchos años y atraque, viejo ya, en la isla peñascosa. Y que recuerde que Toledo le brindó tan hermoso viaje. Sin ella, y sin el espíritu del cigarral, no habría emprendido el camino. Y aunque a la vuelta quizá la halle aún pobre y sin haber resuelto el mal de siglos, que tenga la seguridad de que el pueblo de Toledo no le habrá engañado. Así, ya en casa, sabio, contemplando desde el mirador el perfil de la ciudad, con tanta experiencia, entenderá que la eternidad de Toledo y su esperanza residen en la cultura.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Frágil equilibrio, mucho más que un Goya

Frágil equilibrio, la película documental que ha logado levantar Guillermo García López contra viento y marea, ha ganado el Goya en su categoría. Si todos los premios tienen su parte de objetivo merecimiento, este suma el aporte del entusiasmo, el atrevimiento y el trabajo con escasez de medios del director y su equipo. (El documental se ha financiado en buena medida a través de una campaña de crowdfunding). Y aún me atrevería a decir que otro aporte importante es que, con este producto cinematográfico-documental, se hace visible la ética en la vida y en la industria. Por supuesto que el de Guillermo García López no tiene el glamur de los grandes montajes bien promocionados, pero eso ¡qué importa! Hemos sido nosotros, los que hemos tenido la suerte de ver su obra, quienes hemos ido contando su excelencia; y entre todos hemos logrado que su exhibición no durase solo unos días, sino que lleve meses en pantalla. Pero el Goya no se da por la emoción y el entusiasmo que el director pone, sino por el buen trabajo que ha realizado.

Frágil equilibrio nos muestra el universo de la gente en tres perspectivas y tres áreas geográficas diferentes, con el eje vertebrador de la conversación con el dirigente político más genuino y con más conciencia de ser pueblo y de gobernar para el pueblo, sin perder de vista el conjunto del planeta, el expresidente de Uruguay, José Mujica. La entrevista, que surge a retazos entre las tres historias que se cuentan, revela el discurso de una persona con una cosmovisión asentada en la ética y la equidad y un antropocentrismo humanista que no descuida para nada la importancia de la madre naturaleza, la “mama tierra”.
     Ahí está una de las realidades, la de los subsaharianos en el monte Gurugú, símbolo de todos los inmigrantes a los que se les pone fronteras, que intentan saltar la valla de Melilla; todos buscan un mundo con mejores posibilidades, es decir lo que todos los seres humanos hemos hecho siempre: luchar por una vida mejor para nuestras familias, nuestros hijos y nosotros mismos.
     Luego vienen los desahuciados. Se nos presenta una historia en Madrid. En  el primer mundo también hay un Sur, en el que habitan quienes han sido destrozados por la crisis. Ahí está el fraude hipotecario, la especulación del mercado inmobiliario, quien ha perdido un empleo o la casa, o la familia o la vida entera. Ahí está la contradicción entre la riqueza y la pobreza y el mundo que manipula sin alma y sin contemplar la vida de las personas.
    El tercer documento, rodado en Tokio, también tiene su crudeza. En él se nos descubre el vacío existencial de quien obtiene cosas y no sabe para qué. ¿Qué pasa cuando la cultura de una sociedad valora más el trabajo que la vida? ¿Qué pasa cuando la sociedad nos dice que nuestra posición está basada en nuestro salario y lo que con el dinero podemos poseer? Ahí encontramos a los "salaryman" de Japón, personas aún jóvenes que trabajan horas y horas, días y días, semanas y semanas, meses y meses, años y años y que terminan por descubre la dura verdad de que nunca es suficiente y que lo que se tiene no se goza porque ni tiempo hay para hacerlo. No es nada bueno un mundo que valora más la riqueza que la vida y que te hace perder la identidad como persona.
     Los tres documentos, por muy realistas que sean, no se quedan en su singular historia, sino que Guillermo García López ha querido tejer un relato coherente y que estos testimonios tan personales sean como un espejo en el que se nos muestra la imagen del ser humano, al margen de su etnia, cultura o situación social.
     Que nadie busque demagogias o lecturas interesadas en la articulación del mensaje de Frágil equilibrio; no las hay, por más que haya momentos de crudeza; la vida es así. El autor del documental demuestra pensamiento libre y expresión sin ataduras.
     Excelente, en suma, la película Frágil equilibrio. Quien aún no haya ido al cine a ver la cinta que vaya a verla. También puede verse en las plataformas on line.

     No sé si sacarle moraleja al largometraje documental. Cada espectador que saque la suya. Si vale para alguien, ahí quedan estas palabras de Mujica como ilustración de lo que debiera ser nuestro mundo y el fondo positivo de las gentes que lo habitan: "El verdadero motor viene a ser la defensa de la vida. Porque la vida es un milagro, porque la vida no se compra, porque la vida se nos escapa, porque es el bien mayor. Y lo demuestra lo evidente."

miércoles, 25 de enero de 2017

Famélica, más un retrato que una crítica

Título: Famélica. Autor: Juan Mayorga. Compañía: La Cantera. Dirección: Jorge Sánchez. Intérpretes: Juanma Díez, Xoel Fernández, Mabel del Pozo y Aníbal Soto. Voz en off: José Coronado. Diseño sonoro e iluminación: Maykel Rodríguez. Escenografía: Carmen Lara Cuenca. Lugar para verla: Teatro del Barrio (Madrid).
Juan Mayorga, con Famélica, lanza el grito trascendental de “el rey está desnudo” para desmitificar los mitos y los ritos, el lenguaje y sus retóricas, las posturas y las imposturas, los desencuentros y las fragmentaciones, los individualismos y los acuerdos interesados de una clase dirigente (contextualizada en el universo de una empresa, pero que puede trasladarse a las organizaciones de izquierda más bien) que nunca va morir por el pueblo.
            Famélica, obra que nació como una “creación a ciegas”, a partir de la colaboración entre Mayorga y la compañía La Cantera, a cuyo frente se encuentra Jorge Sánchez, fue creciendo poco a poco con las aportaciones, las imaginaciones, las ocurrencias, las filosofías, las anécdotas, los análisis de la realidad, las referencias literarias e históricas y muchos otros hilos de unos y de otros, hasta convertirse en el valiente texto que firma el autor.
            Es el espectador quien debe ir tejiendo el mundo evocador que se representa y quien tiene que dar sentido crítico a lo que se cuenta en escena, al tiempo que hila en un solo ovillo las hebras que surgen de diferentes madejas argumentales. Habrá quien piense que Famélica supone un demoledor ataque a los partidos y grupos de izquierda, que, de tanto mirarse al ombligo, jamás logran desarrollar una idea práctica que beneficie a la gente. Quizá esa lectura sea una caricatura y la realidad se vea desde la farsa. Sin embargo, ese primer plano social no debe oscurecer otros, en los que el individuo, ególatra y egoísta, es incapaz de contemplar un horizonte con ideales y un punto ético. El rey (el grupo) está desnudo y habita en un nihilismo que no da pie a la esperanza. La famélica legión seguirá siendo famélica y no más que una imagen que ondea en un himno.
            Esta obra, con sus inicios de creación colectiva pero devenida un texto con profundidad filosófica y desparpajo lingüístico, me recuerda en cierto modo a las de los Monty Python, que sintetizaron en clave de humor la idiosincrasia de muchas banalidades.
            Bien cortados están los personajes que se multiplican y a los que dan vida Juanma Díez, Xoel Fernández, Mabel del Pozo y Aníbal Soto, en un extraordinario trabajo interpretativo, pleno de registros cambiantes, haciendo cómico lo que en el fondo es más serio de lo que parece. El director, Jorge Sánchez, es el demiurgo que está entre el autor y la escena; no se le ve pero se le siente; él ha sido capaz de hilar fino para que el inestable equilibrio entre la realidad del concepto y la apariencia no caiga por ningún terraplén, pues el equilibrio se sustenta en que esta no es una obra de humor, aunque haya humor, ni ácida, aunque haya acidez, ni mordaz o caricaturesca, aunque se intuya la crítica. Muy bueno su manejo teatral para que el ritmo no decaiga, donde el movimiento de los actores es de suma importancia en un espacio pequeño y con una escenografía funcional pero suficiente para crear los diversos contextos.
Con Juan Mayorga en el Teatro del Barrio

         Famélica, representada en el Teatro del Barrio, en Madrid, es una apuesta la mar de interesante, que debiera tener un largo recorrido por los escenarios a partir de su base de lanzamiento en el recoleto teatro de Lavapiés.

sábado, 24 de diciembre de 2016

A LA POETISA DEL COLOR, BEGOÑA SUMMERS



He ido a ver la exposición de Begoña Summers en el Ateneo de Madrid. Pinturas y dibujos de 2015 y 2016 resueltos con variada técnica: óleo, pastel, acuarela… En los contenidos predomina el tema urbano; y, dentro de lo urbano, algunos interiores. Significativos son algunos tejados o paisajes de Madrid percibidos a vista de pájaro, como los de la Gran Vía. Algunos perfiles de desnudos muestran un contraste en un contexto. La música, como símbolo y presencia sinestésica, evidencia la necesidad que acaso tiene la artista de expresar lo que siente con banda sonora visual. Y color, mucho color.
El viento marino descansa en la sombra teniendo de almohada su negro clarín y las manchas de color honran los lienzos en los que Begoña Summers plasma sus sueños sin fin. Y sus sueños están al alcance de la mano en el horizonte de su mirada que todo lo aprehende, ya sea una calle, un puerto, unos tejados, una terraza con veladores, una sala de espejos, el interior de un lugar público o unos músicos en actividad creativa.
La pintura de Begoña Summers es un arte con discurso. Se me llenan los ojos de líneas y colores. Las manos de la artista aman, tocan, retienen la vida sobre el lienzo, presienten el color, siembran luz, abrazan el concepto, edifican estructuras de profundidad formidable, acarician el horizonte que la línea marca, valoran el silencio, miden la distancia entre dos puntos que se fugan y se cierran en un puño…, y es lo que ves, y reconoces lo que has visto. Pero necesitas distancia para que las pinceladas no sean pinceladas, los colores no sean masas y los signos no carezcan de las reglas que los convierten en elementos coordinados de un sistema.
Es evidente que los cuadros de Begoña Summers tienen arte y oficio, imaginación y saber, son un todo organizado en el cual cada parte individual afecta a cada una de las otras, siendo el todo más que la suma de sus partes. Digamos que si una melodía es más que la suma de sus notas y una frase más que la suma de sus palabras, la suma de colores que Summers nos propone logra ser un conjunto ordenado de pinceladas con sentido completo, envuelto en una atmósfera melódica que nos lleva a ver, oír y saborear la sinfonía de los colores. Hay realidad y hay concepto, hay figuración interpretada y hay una poética del color con una rima coherente, donde cada pincelada es un verso, es decir, una línea, cuyo agrupamiento rítmico crea un verdadero compás óptico. La pintura es un lenguaje luminoso y algo más.
Ordo, claritas et consonantia, decían los clásicos. Orden y claridad vemos en la gramática artística que rige el pincel de esta artista; pero no solo orden y claridad, hay también empatía, alma, “consonantia”, que es algo que tiene que ver con los sentimientos. El sentir está ahí, en el concepto, en la línea, en los colores que se unen unos a otros, en el espacio, en el aire, en el trazo o en las notas que se escapan de una flauta. Quizá ahí, en lo empático, reside ese no sé qué que fascina de esta pintura, eso que, sin necesidad de análisis, lleva a pensar a la mayoría de la gente, en un reduccionismo supremo: esto me gusta.
Quiero concluir estas impresiones, que tienen su base en lo que mi ojo ha visto y luego se ha amalgamado en mi corazón y en mi cabeza, que el conceptual figurativismo que nos propone esta colección de una artista sin ataduras, que oye los colores y ve la música, merece una sosegada contemplación. Si aún es tiempo, vayan a la sala de exposiciones del Ateneo a empaparse de la luz que Begoña Summers ofrece en sus cuadros. Si la exposición se ha terminado cuando lean estas líneas, busquen a la artista, el encuentro con su obra siempre les abrirá una puerta al optimismo.