Subo al blog el texto que he enviado a El Día de Toledo tras la representación que ha tenido lugar el 9/03/2012.
La Familia de Pascual Duarte dista mucho de ser la mejor novela de Camilo José Cela. Presenta una fachada aparatosa de violencias estructurales, sociales y familiares, comprimidas en un espacio rural, pero este “picadillo” de violencias se sirve como si fueran tajadas trascendentales de la realidad. Creo que la versión teatral de la novela, llevada a cabo por Tomás Gayo, logra trascender el tiempo de un texto que tiene ya setenta años, que no es en sí teatro, y que está escrito en unas circunstancias específicas (la postguerra civil) y para unos lectores muy diferentes a los de hoy. Salvar tantas simas tiene riesgo, pero puedo afirmar, si la opinión del público es autoridad suficiente, que a la salida del Rojas mucha gente me dijo que la obra le había gustado.
Escribió Gregorio Marañón en el prólogo de la novela sobre la dimensión psicopatológica del protagonista que “Pascual Duarte es una buena persona y que su tragedia es –y por eso es tragedia sobrehumana- la de un infeliz que casi no tiene más remedio que ser, una y otra vez, criminal”. El personaje que lleva el peso de la novela y que monologa constantemente en la adaptación teatral –aunque se haya pretendido huir de este monologuismo para dar entrada a los otros personajes y equilibrar lo teatral con lo narrativo- se presenta como un modelo de conductas; un modelo para no imitarlo, sino para huirlo. Y, aunque Miguel Hermoso logra humanizar a Pascual y hacernos creer que es el “fatum” lo que guía al desastre la vida del personaje, sin embargo yo sigo apreciando en él la violencia primitiva e instintiva, la criatura angustiada y la esencia de un personaje literario compuesto tras una guerra civil que ha dejado muchas familias rotas, sumidas en desgracias y discordias y en la ruina moral, económica y social. Creo que es perfectamente asumible que la historia se nos muestre en su versión teatral como un tratamiento ontológico y no ético de la vida, donde hay más preocupación por profundizar en la enjundia de las cosas que en la búsqueda de sus causas.
Tomás Gayo en la adaptación y Gerardo Malla en la dirección han atenuado en esta versión para el teatro el rusticismo primitivo, la tendencia a la fealdad y la deformidad (muy claras en los personajes de la madre y “El estirao”) y la violencia trágica que desprende la novela, salvo algunos detalle escenográficos, como la presencia del garrote vil en la última escena. Es como si tuviera en el espejo la imagen lorquina de “Bodas de sangre”, pero sin esa pasión teatral, sin ese ritmo, que Lorca imprime, y sin esos sentimientos universales que trascienden en el teatro lorquiano el espacio, el tiempo y el contexto.
La historia que cuenta Gayo es más poderosa que las emociones que transmite. La buena dirección de Malla se asienta en el excelente elenco de actores y actrices que llevan a buen puerto un trabajo nada fácil, bien asentado en el protagonista, Miguel Hermoso, y bien equilibrado en los personajes secundarios, sirva como ejemplo sobresaliente de la madre, que interpreta Lola Casamayor. Si bien el peso narrativo sigue siendo muy fuerte en comparación con el dramático, la función salva con creces los parámetros del buen teatro que mantiene en vilo al público.
Valoro como positiva esta apuesta teatral arriesgada que nos acerca al oído las palabras de un texto que fue muy leído, obligatoriamente, en los centros de enseñanza media hace ya unos años. Es un verdadero contraste con lo que ofrece la cartelera teatral de España, incluso con el conjunto de obras programadas en el “Ciclo de Teatro Contemporáneo” del Rojas.
El teatro, nos guste o no la obra, siempre nos aporta algo: reflexión y cultura. También diversión y entretenimiento. El Rojas es un ejemplo vivo de esa lucha por preservar la cultura siempre y muy especialmente en momentos de crisis. Desde aquí, en nombre de la buena gente, que es la mayoría, aplaudo y se lo agradezco.
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