No he de
callar por más que con el dedo,
ya tocando la
boca o ya la frente,
silencio
avises o amenaces miedo.
¿No ha de
haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha
de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha
de decir lo que se siente?
Hoy, sin miedo
que, libre, escandalice,
puede hablar
el ingenio, asegurado
de que mayor
poder le atemorice.
Francisco de Quevedo, Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos, escrita a Don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, en su valimiento.
El país está para pocas celebraciones, y menos para que
prediquen a la gente ilusión paciencia o esperanza. Mandangas, las mínimas. Con la esperanza, la ilusión, las ideas y las palabras
sin hechos no se come, no se vive, no se paga el autobús, la luz, el agua o las
medicinas. A los ciudadanos hay que darles de comer y medios para vivir
dignamente y un sistema justo en el que desarrollarse. Hay que darles hechos,
pues de palabras ya estamos llegando al colmo de la paciencia. La sociedad que
reivindica, dicen que ladra; la que protesta porque quiere más justicia, dicen
que acosa; la que reivindica es llamada insolidaria; la que lucha es tachada de
violenta; al escrache lo tratan ya casi como delito, o sin casi. Quieren ovejas
modorras, sí, personas modorras, como si tuvieran los sesos hechos agua, para
crear seres tontusos, aislados del resto de la sociedad y dando vueltas sobre
sí mismos, como ausentes de lo que ocurre a su alrededor. No estamos para
fiestas, menos para festejar el trabajo, si acaso para reivindicarlo en masa en
un tiempo donde el desempleo alcanza el desastre de los trabajadores –que
pierden empleo- y en cambio la ganancia empresarial no baja. Algo pasa y no
quieren que nos enteremos del todo, para que siga pasando lo que pasa. Los
hechos están siendo hachas para cortar o encarecer hasta el aire que se
respira. En el espejo de la reflexión, en el que se reflejan los procesos
sociales, lo que pasa en la calle, veo resignación, desaliento flojedad,
desánimo, debilidad, una cierta flema, imperturbabilidad, mansedumbre, acatamiento,
a veces rendición y otras sumisión, demasiada docilidad, bastante dejación,
mucho conformismo, aguante, pasividad, aquiescencia, estoicismo en muchos con
la infame manía de pensar, impavidez, imperturbabilidad, desaliento, indiferencia,
casi un estado catatónico. Y echo de menos, también en mí mismo, valores y
acciones más activos, que ayuden a revertir el estado de malestar y de
indecencia al que nos llevan los poderes universales que nos gobiernan. Quisiera
ser y ver más desobediencia, rebelión, alguna insubordinación-que-¡ya-está-bien!,
indisciplina, indocilidad, un poquito de insolencia, más agitación, una actitud
de rebeldía que vaya más allá de la resistencia, disconformidad o inconformismo
ante quien nos obliga permanentemente a poner la otra mejilla y nos pide
confianza o nos quiere dar esperanza, audacia, osadía, temple, atrevimiento,
empuje, entereza para luchar por los principios justos, desenvoltura, inquietud,
descaro, una bizarra valentía y voluntad, mucha voluntad y sano juicio. Hechos
y razones de la mano. Y conciencia, hay que tener conciencia clara, pues con
poco que hagamos o digamos vendrán los adalides del poder a hacernos creer que
nuestra es la culpa. ¡Hermoso y desgraciado invento el de la salsa estructural
de la culpa! Esto que escribo hoy ni es maquinación ni es poesía, es un puro y
simple fluir de mi conciencia y una confesión pública, si cabe, de mi propio
asombro y de mi consternación ante el abandono social al que se está llevando a
las personas, a las que hasta se les cercena la capacidad de repuesta, porque
son ellas las que ¡tienen la culpa! Algo podemos hacer, algo debemos hacer,
algo tenemos que hacer, de abajo a arriba, todos a una, como en Fuenteovejuna.
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