El teatro de Rojas de Toledo ha acogido el día de
Todos los Santos el estreno nacional de La
lengua madre, un monólogo escrito por Juan José Millas, interpretado por
Juan Diego y dirigido por Emilio Hernández.
La lengua madre: un autor, un director, un actor y un texto. Teatro en estado puro a
escenario desnudo. Palabras sobre la palabra y la perversión que supone su
interpretación. La lengua tiene un orden formal, un conjunto de signos y unas
reglas para combinarlos, pero ¡ay! el significado… Una palabra puede ser un
elixir o un veneno, depende de su valor denotativo o connotativo, de la
intención del autor o del propio acto ilocutivo del actor que representa. La
lengua es una construcción social o no es nada, es el único tesoro del que
cualquier persona se puede servir a manos llenas porque es de todos. Escribo
así porque ahí está el veneno que nos presenta Juan José Millás en su texto,
cuando la “lengua madre” se ve pervertida por quienes quieren crear confusión
en los mensajes, retorciendo sus significados, para que su relación con la
realidad ya no tenga que ver con el juanramoniano “intelijencia dame el nombre
exacto de las cosas”.
Texto inteligente de muchas lecturas, saltando de palabra en palabra
de un imaginario diccionario, en el que sobresale el humor y la ironía a que
nos acostumbra Millás. Basta con el cambio de universo del discurso o del mundo
de referencias de la palabra para que el humor surja y el público pase de la
sonrisa a la carcajada. Pero esto no es una comedia, no es una astracanada, es un
texto muy serio que utiliza la reflexión sobre las palabras del diccionario para
poner en un brete a la sociedad en que vivimos, capaz de distorsionar y
destruir lo que convenga al “Dios Mercado”, a lo que no es ajeno un lenguaje
lleno de “balas asesinas”, que engaña poniendo el acento asesino en las balas
cuando debiera ponerlo en las personas. Pero no todo es desguace. El texto se
encuentra entre el amor y la zozobra y se inspira, pienso yo, en los ojos de
niño, asombrado unas veces, fascinado otras, con los que mira la vida Millás, y
también en el carácter solidario que venimos apreciando en su larga trayectoria
de articulista, en donde su reflexión reivindica, denuncia y se compadece. En
la obra hay momentos especialmente tiernos, aquellos en los que el protagonista
recrea su infancia y va descubriendo los significados de las palabras que se
esconden tras sus imponentes significantes. En el fondo, la lengua le fascina.
Sobre el escenario un actor, Juan Diego, realiza un esmeradisimo
trabajo para dar vida y poner enhiesto y en equilibrio un texto nada fácil. Pero,
¡ay! amigos, decir Juan Diego es mentar palabras mayores en el mundo de la
escena. Comprometido consigo mismo, con su profesión y con la vida, este texto
le viene como anillo al dedo para desarrollar su talento, que no es un don
celeste, sino una amalgama de estudio y experiencia que hacen de él un actor
con carácter y con formidable presencia escénica. Él solo llena el escenario.
Un gesto de su cara te transporta de la rabia a la ternura sin solución de
continuidad. Ese es el Juan Diego que hemos visto en el teatro de Rojas, un
actor de raza: a veces tierno y a veces fiero e implacable con los que
maltratan las palabras. Su alegre o dolorido sentir lo ha compartido a la
perfección con el público.
Y entre el autor, el actor y el texto, también sobresale la mano del
director Emilio Hernández que ha debido hilar muy fino con tan pocos, pero tan
buenos, mimbres, para lograr una puesta en escena que entreteje la exposición y
el argumento, que ofrece grandes cambios de tono y de ritmo y que consigue
motivar las emociones para que el espectador pase de la risa a saltársele las
lágrimas ante las diversas situaciones a las que se ve abocado.
El público toledano
irrumpió en aplausos en varias ocasiones para subrayar el acuerdo con lo que el
actor expresaba en el escenario. Al final las salvas se acrecentaron hasta el
punto de que actor, autor y director debieron saludar repetidamente. Aplausos a
los que me sumo desde esta pequeña atalaya.
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