Teresa, Mario y yo con el Matterhorn al fondo
Este verano he descubierto la montaña, lo alto, el silencio y la nube, la piedra y la nieve, el picacho desafiando al cielo, el Matterhorn, por ejemplo. ¡Fascinante! ¡Asombroso! La belleza, el silencio, el esfuerzo físico en las piernas y en el rostro de Mario que sufre gozando en una subida de 26 kilómetros por sendas del diablo, piedra y nieve y florecillas alegrando los pasos. Y la sonrisa que no falte. La montaña es la exaltación de la vida con esos horizontes sinuosos. ¡No sé qué emociones nuevas fluyen, pero es verdad que fluyen, todavía son más una sensación que un puñado de palabras, acaso sea la cercanía a nuestro propio ser, a nuestra nada y a nuestra vida en el inmenso valle ente columnas de montañas que se extiende inaccesible, o quizá accesible solo para los valientes, como Mario. He visto el Matterhorn de cerca y me he sofocado dando pasos hacia arriba. Se afirma en una tradición tibetana, donde hay montañas y montañas, altas, altas, que “debes familiarizarte con la muerte si quieres vivir una vida plena y satisfactoria”. Subir, mirar, mirarnos hacia nuestro interior. ¡Fascinante! No es la sensación de la aventura, es la tranquilidad, quizá la contemplación, casi la mística. No desecho ni el temor ni el miedo, pero otras sensaciones se imponen. Quizá sea la incertidumbre. Eso es la vida, un no saber, una búsqueda de respuestas y una voluntad férrea de no poder estar parado esperando sin más. Eso es la montaña, la altura, el Matterhorn como ejemplo. También mismidad y concentración, algo tan alejado de la liviandad de la vida cotidiana, de las conversaciones intrascendentes entre humo y alcoholes. La montaña te llama y te pide amor, cercanía, pasos, movimiento, respiración acelerada, y te exige confiar plenamente en tu juicio o en el de las personas que te acompañan y que saben más que tú, confianza plena, dejarse ir en el otro. En el silencio, en la mismidad, en el horizonte sinuoso, en el fresco de la cara, en el pico que se alza… me he sentido, nos sentimos vivos de manera intensa, es verdad, solo hay que pararse un momento y dejar que el pensamiento hunda su raíz en tu mente, en tu corazón o en la náusea que produce la falta de oxígeno. Acaso la montaña nos lleva al instinto, no a la razón; el instinto de cada momento; no se puede despreciar el tiempo en disquisiciones interminables; viene la nieve o la ventisca o el frío o la oscuridad, y entonces todo puede ser irremediable. La montaña clara me ha fascinado. Pero la emoción no me puede cerrar la mente, la montaña exige esfuerzo mental y físico, se respira lentamente, las piernas pesan, nada vuela, solo lo que cae inerte. Yo vivo. En la montaña cada pie debe saber que es único y que en la pisada está la vida. Confianza para saber qué se esconde bajo el miedo. Razonar rápido y actuar en consecuencia, esa puede ser la lección. Pero la montaña no solo es emoción, es entrenamiento. No puedes abrazar la montaña como quien se come una tostada. Hay que realizar acciones con aplomo, firmeza y seguridad; por eso, es preciso, creo, tener automatizadas muchas acciones. Ni miedo ni temeridad, cabeza fría, atención, cada paso es el primero y puede ser el último. La mente es tan importante como las manos o los pies. Me ha fascinado la montaña, las cimas de Gstaad, el Matterhorn, el Pilatus… La vida me parece más armónica en la montaña. El alma de la tierra es mi alma. Respeto. La montaña no me ha parecido arisca, de verdad, es delicada y sensible. Se puede vivir al filo, pero se vive, se siente. En esas alturas, por encima de los 3000, he sentido cada bocanada de aire y cada paisaje como un momento para siempre. Gracias, Mario, por esta vuelta al útero de la madre, de la madre tierra. La cima me ayuda a comprender mis valles.
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