domingo, 6 de octubre de 2013

Enrique VIII o la erótica del poder


 Título: Enrique VIII. Autor: William Shakespeare en colaboración con John Fletcher. Compañía: Rakatá. Versión: José Padilla, Ernesto Arias y Rafael Lavín. Dirección: Ernesto Arias.  Reparto: Fernando Gil, Elena González, Jesús Fuente, Rodrigo Arribas, Alejandro Saá, Daniel Acebes, Alejandra Mayo, Bruno Ciordia, Andrés Bernal, Jesús Teyssiere, Julio Hidalgo, Sara Moraleda, Asier Tartás y Diego Santos.


Arranca fuerte el XXI Ciclo de Teatro Clásico del Rojas. Teatro lleno, un éxito. El drama histórico “Enrique VIII” de William Shakespeare, escrito en colaboración con John Fletcher, en 1612, nos presenta una de las figuras más complejas de la historia, el tiránico y voluptuoso rey de Inglaterra, Enrique, que en esta obra no resulta el personaje odioso a que nos a acostumbran las crónicas, pues los autores deben presentarlo esencialmente como padre de la reina Isabel de glorioso recuerdo.
            Rakatá, con su larga y prestigiosa trayectoria, es la primera compañía española que ha puesto en escena esta obra nada fácil; lo hizo por encargo para participar en las olimpiadas culturales de Londres, donde presentó con éxito la función en el famoso y reconstruido teatro shakespeariano The Globe.
            El monarca inglés Enrique VIII es el eje sobre el que gira un drama de política, de poder y de amor; el rey es también quien desencadena la sucesión de hechos que llevan a la ejecución al duque de Buckinghan, a la caída del orgulloso cardenal Wolsey, a la coronación de Ana Bolena o al triunfo de Cramer. Sin embargo la verdadera heroína en este entramado de pasiones y de intrigas no me parece otra que Catalina de Aragón, cuya dignidad y resignación, así como la dulce y firme resistencia durante la tramitación del divorcio, están excelentemente dibujadas para conmover a los espectadores. En claro contraste con el drama, entre las tormentas de esta sociedad que se retrata, hay un punto, al final, en el que la acción se detiene, que quiere ser una apoteosis de Isabel, pintando el universal regocijo que causa su nacimiento con todo tipo de predicciones sobre la felicidad que el cielo le destina.
            Los tiempos de crisis y de bajos presupuestos obligan al ahorro escenográfico al ingenio con el vestuario y a ser imaginativo con lo que menos cuesta, la palabra. Rakatá resuelve la función sobre la importancia de la palabra, el movimiento de actores y con una adaptación precisa del texto, llevada a cabo por José Padilla, Rafael Lavín y Ernesto Arias, que reduce a la mitad los personajes del original.
 
            El elenco de actores y actrices, en una obra cuyos personajes son retratos históricos, realiza un sobresaliente trabajo, muy bien dirigidos por Ernesto Arias. Fernando Gil y Elena González en los personajes centrales (Enrique VIII y Catalina) y Jesús Fuente (Wolsey), Rodrigo Arribas, Alejandro Saá, Daniel Acebes, Alejandra Mayo, Bruno Ciordia, Andrés Bernal, Jesús Teyssiere, Julio Hidalgo, Sara Moraleda, Asier Tartás y Diego Santos, dan vida, sobre la base del texto bien dicho y con alguna sobreactuación innecesaria, a las importantes figuras que la historia nos trasmite.
            El equilibrio en la representación, la escenografía funcional, la ausencia de artificios retóricos, la música y las coreografías y una intriga sin pausa hacen que el espectador mantenga la tensión, y acaso se relaja o emociona cuando se alcanza el clímax en las escenas finales que giran en torno a la reina Catalina o la exaltación de Isabel, la hija de Enrique y Ana Bolena.
            Que el drama termine con una mojiganga opino que es un acierto teatral para establecer una plausible distancia entre la verdad de la historia y la verdad del teatro. Deja un buen sabor y da un respiro optimista al intrigante mundo, tanto de la sociedad que refleja la obra, como la propia que vivimos.
            Mi enhorabuena al teatro de Rojas por una programación que se presenta con mucho interés, por ser uno de los pocos hitos culturales que quedan en pie en la ciudad de Toledo y por la amabilidad casi familiar con que nos tratan a los espectadores todos los trabajadores de la institución.

Epidemia de mentiras


 “Lo que me preocupa no es que me hayas mentido, sino que, de ahora en adelante, ya no podré creer en ti”. La frase es del filósofo Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900). Razón lleva y hoy se cumple a rajatabla. La mentira, las medias verdades, el discurso vacío, que es tan pernicioso como la mentira, la compulsión social y política para decir lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar, habitan entre nosotros. Ya no nos causa sorpresa que nos mientan. La mentira se ha convertido en la objetividad. Solo existe la mentira y, por eso, la inmensa mayoría de los ciudadanos ya es esencialmente incrédula. Ya nos da igual si las personas que mienten tienen conciencia de que mienten o no. Los hechos nunca se corresponden con los discursos. Hay una permanente contradicción entre lo que dicen y lo que hacen. No creo que la mentira sea la única verdad que hay en la boca del necio. No son necios, son simplemente inhumanos, poderosos, egoístas, avaros, depredadores, malos. ¿Quién es bueno? Quizá nadie. Recuperar la verdad no quiere decir que no se yerre, pero el error se perdona, que te mientan y tomen por tonto, no. Ya se ha superado el tope de Paul Joshep Goebbels (1987-1945), que afirmaba que “una mentira repetida adecuadamente mil veces se convierte en una verdad”. Eso, que valió para la propaganda nazi, ha perdido su valor entre nosotros. Sabemos que nos mienten compulsivamente y, si alguna verdad existe o alguien nos habla con verdad, no lo creemos. Hemos alcanzado la conciencia plena de lo oscuro y resumimos nuestro estado de pueblo llano con el título de la novela de Soledad Puértolas: “Todos mienten”. Puesto a traer una imagen para visualizar el mentir y lo cerca que nos queda, pido prestadas las palabras a Otto Von Bismark (1815-1898), que, con gracia y retranca, decía que “nunca se miente tanto como antes de las elecciones, durante la guerra y después de la cacería”. No es necesario poner ejemplos ¿verdad? ¿A quién había que votar si se quería un empleo? Pues ahí está la respuesta, y no en el viento precisamente. Es muy ordinario el mentir, es extraordinario el creer. La mentira ya es casi religión. Dogmatizan con ella. Pueden engañar a los hombres y me parece que también ya han engañado su conciencia, o acaso carezcan de conciencia. Reniego del piadosismo y de quienes todavía, quizá haya alguien, no sé, prefieran una mentira que anime, antes que una verdad que abata. Contra tanto embuste, ya no cabe el discurso a contrario, solo cabe la acción. La perversión de lenguaje me lleva a pensar en la perversión de la política y la perversión de esta a la perversión del ser humano. La indecencia y la inmoralidad de las clases dominantes han conducido a esa perversidad obscena donde con un ropaje de lengua amable nos ofrecen verdaderos monstruos que corroen la sociedad. Solo hay que fijarse, a modo de ejemplo, en las leyes laborales, que las presentan como “creadoras de empleo”. ¡Jajajajajajaja! Las ranas y los sapos, escuerzos todos, nos reímos a mandíbula batiente. Les parece que no mienten porque enmascaran y disfrazan la realidad con el lenguaje. Lean, lean, no sea que cuanto menos se lea más daño haga lo que se lea. Nos están vendiendo motos con descaro. Recomiendo un libro cuyo título es No nos lo creemos. Una lectura crítica del lenguaje neoliberal, de Clara Valverde. En él se afirma algo que yo no lo voy a decir mejor: "las palabras no son neutras: sirven para provocar algo en quien las escucha. Las palabras y las frases que utilizan las élites políticas y económicas neoliberales intentan que la ciudadanía se comporte de cierta manera, sobre todo para que adopte opiniones y comportamientos sin que los poderosos tengan que ejercer la fuerza de manera obvia. El lenguaje es la primera y más necesaria arma del capitalismo neoliberal". Sin embargo no se queden solo en el “capitalismo neoliberal”, vayan más allá, y busquen la mentira en muchos otros ámbitos, donde también existe con cuerpo propio. Es la epidemia del discurso. Sufrimos una horrorosa epidemia de mentiras. La peste a su lado parecería algo más llevadero.