sábado, 24 de diciembre de 2016

A LA POETISA DEL COLOR, BEGOÑA SUMMERS



He ido a ver la exposición de Begoña Summers en el Ateneo de Madrid. Pinturas y dibujos de 2015 y 2016 resueltos con variada técnica: óleo, pastel, acuarela… En los contenidos predomina el tema urbano; y, dentro de lo urbano, algunos interiores. Significativos son algunos tejados o paisajes de Madrid percibidos a vista de pájaro, como los de la Gran Vía. Algunos perfiles de desnudos muestran un contraste en un contexto. La música, como símbolo y presencia sinestésica, evidencia la necesidad que acaso tiene la artista de expresar lo que siente con banda sonora visual. Y color, mucho color.
El viento marino descansa en la sombra teniendo de almohada su negro clarín y las manchas de color honran los lienzos en los que Begoña Summers plasma sus sueños sin fin. Y sus sueños están al alcance de la mano en el horizonte de su mirada que todo lo aprehende, ya sea una calle, un puerto, unos tejados, una terraza con veladores, una sala de espejos, el interior de un lugar público o unos músicos en actividad creativa.
La pintura de Begoña Summers es un arte con discurso. Se me llenan los ojos de líneas y colores. Las manos de la artista aman, tocan, retienen la vida sobre el lienzo, presienten el color, siembran luz, abrazan el concepto, edifican estructuras de profundidad formidable, acarician el horizonte que la línea marca, valoran el silencio, miden la distancia entre dos puntos que se fugan y se cierran en un puño…, y es lo que ves, y reconoces lo que has visto. Pero necesitas distancia para que las pinceladas no sean pinceladas, los colores no sean masas y los signos no carezcan de las reglas que los convierten en elementos coordinados de un sistema.
Es evidente que los cuadros de Begoña Summers tienen arte y oficio, imaginación y saber, son un todo organizado en el cual cada parte individual afecta a cada una de las otras, siendo el todo más que la suma de sus partes. Digamos que si una melodía es más que la suma de sus notas y una frase más que la suma de sus palabras, la suma de colores que Summers nos propone logra ser un conjunto ordenado de pinceladas con sentido completo, envuelto en una atmósfera melódica que nos lleva a ver, oír y saborear la sinfonía de los colores. Hay realidad y hay concepto, hay figuración interpretada y hay una poética del color con una rima coherente, donde cada pincelada es un verso, es decir, una línea, cuyo agrupamiento rítmico crea un verdadero compás óptico. La pintura es un lenguaje luminoso y algo más.
Ordo, claritas et consonantia, decían los clásicos. Orden y claridad vemos en la gramática artística que rige el pincel de esta artista; pero no solo orden y claridad, hay también empatía, alma, “consonantia”, que es algo que tiene que ver con los sentimientos. El sentir está ahí, en el concepto, en la línea, en los colores que se unen unos a otros, en el espacio, en el aire, en el trazo o en las notas que se escapan de una flauta. Quizá ahí, en lo empático, reside ese no sé qué que fascina de esta pintura, eso que, sin necesidad de análisis, lleva a pensar a la mayoría de la gente, en un reduccionismo supremo: esto me gusta.
Quiero concluir estas impresiones, que tienen su base en lo que mi ojo ha visto y luego se ha amalgamado en mi corazón y en mi cabeza, que el conceptual figurativismo que nos propone esta colección de una artista sin ataduras, que oye los colores y ve la música, merece una sosegada contemplación. Si aún es tiempo, vayan a la sala de exposiciones del Ateneo a empaparse de la luz que Begoña Summers ofrece en sus cuadros. Si la exposición se ha terminado cuando lean estas líneas, busquen a la artista, el encuentro con su obra siempre les abrirá una puerta al optimismo.