sábado, 24 de diciembre de 2016

A LA POETISA DEL COLOR, BEGOÑA SUMMERS



He ido a ver la exposición de Begoña Summers en el Ateneo de Madrid. Pinturas y dibujos de 2015 y 2016 resueltos con variada técnica: óleo, pastel, acuarela… En los contenidos predomina el tema urbano; y, dentro de lo urbano, algunos interiores. Significativos son algunos tejados o paisajes de Madrid percibidos a vista de pájaro, como los de la Gran Vía. Algunos perfiles de desnudos muestran un contraste en un contexto. La música, como símbolo y presencia sinestésica, evidencia la necesidad que acaso tiene la artista de expresar lo que siente con banda sonora visual. Y color, mucho color.
El viento marino descansa en la sombra teniendo de almohada su negro clarín y las manchas de color honran los lienzos en los que Begoña Summers plasma sus sueños sin fin. Y sus sueños están al alcance de la mano en el horizonte de su mirada que todo lo aprehende, ya sea una calle, un puerto, unos tejados, una terraza con veladores, una sala de espejos, el interior de un lugar público o unos músicos en actividad creativa.
La pintura de Begoña Summers es un arte con discurso. Se me llenan los ojos de líneas y colores. Las manos de la artista aman, tocan, retienen la vida sobre el lienzo, presienten el color, siembran luz, abrazan el concepto, edifican estructuras de profundidad formidable, acarician el horizonte que la línea marca, valoran el silencio, miden la distancia entre dos puntos que se fugan y se cierran en un puño…, y es lo que ves, y reconoces lo que has visto. Pero necesitas distancia para que las pinceladas no sean pinceladas, los colores no sean masas y los signos no carezcan de las reglas que los convierten en elementos coordinados de un sistema.
Es evidente que los cuadros de Begoña Summers tienen arte y oficio, imaginación y saber, son un todo organizado en el cual cada parte individual afecta a cada una de las otras, siendo el todo más que la suma de sus partes. Digamos que si una melodía es más que la suma de sus notas y una frase más que la suma de sus palabras, la suma de colores que Summers nos propone logra ser un conjunto ordenado de pinceladas con sentido completo, envuelto en una atmósfera melódica que nos lleva a ver, oír y saborear la sinfonía de los colores. Hay realidad y hay concepto, hay figuración interpretada y hay una poética del color con una rima coherente, donde cada pincelada es un verso, es decir, una línea, cuyo agrupamiento rítmico crea un verdadero compás óptico. La pintura es un lenguaje luminoso y algo más.
Ordo, claritas et consonantia, decían los clásicos. Orden y claridad vemos en la gramática artística que rige el pincel de esta artista; pero no solo orden y claridad, hay también empatía, alma, “consonantia”, que es algo que tiene que ver con los sentimientos. El sentir está ahí, en el concepto, en la línea, en los colores que se unen unos a otros, en el espacio, en el aire, en el trazo o en las notas que se escapan de una flauta. Quizá ahí, en lo empático, reside ese no sé qué que fascina de esta pintura, eso que, sin necesidad de análisis, lleva a pensar a la mayoría de la gente, en un reduccionismo supremo: esto me gusta.
Quiero concluir estas impresiones, que tienen su base en lo que mi ojo ha visto y luego se ha amalgamado en mi corazón y en mi cabeza, que el conceptual figurativismo que nos propone esta colección de una artista sin ataduras, que oye los colores y ve la música, merece una sosegada contemplación. Si aún es tiempo, vayan a la sala de exposiciones del Ateneo a empaparse de la luz que Begoña Summers ofrece en sus cuadros. Si la exposición se ha terminado cuando lean estas líneas, busquen a la artista, el encuentro con su obra siempre les abrirá una puerta al optimismo.

domingo, 13 de noviembre de 2016

Memorable representación de La ruta de Don Quijote en el Teatro de Rojas

Título: La ruta de Don Quijote. Autor: José Martínez Ruiz “Azorín”. Versión y dirección: Eduardo Vasco. Compañía: Noviembre. Intérpretes: Arturo Querejeta (Azorín) y Daniel Santos (técnico en escena). Escenografía, ilustraciones en vídeo y vestuario: Carolina González. Iluminación: Miguel Ángel Camacho. Música: Granados, Ortiz, Shostakovich y Vasco.

 Quizá Azorín, quizá Cervantes, quizá don Quijote, sin quizá Arturo Querejeta. Todos en uno, el actor, con toda la mar (producción y dirección) detrás, que ha construido un monólogo espléndido para representar, que no contar, buena parte de las impresiones y estampas manchegas que nos dejó escritas José Martínez Ruiz “Azorín” en su libro de 1905 La ruta de Don Quijote y antes publicadas en el diario El Imparcial.

            La sociedad y la geografía manchega, el paisaje y el paisanaje se cruzan con la ficción del libro de Cervantes en los textos, que, de forma sencilla y limpia y con un estilo que rechaza lo complejo, Azorín escribe, y en los que refleja lo que ve, lo que piensa y lo que siente. No es este libro de crónicas en sí, sino una reflexión sobre una realidad que aprisiona la esencia de un ideal o de un personaje ideal.
            La versión que ha realizado Eduardo Vasco para el teatro, en forma de monólogo de un actor que da vida al propio Azorín en su ruta y a los personajes con los que se encuentra en ella, es sintética, precisa y muy respetuosa con uno de los valores que más ensalzan la literatura de Azorín: la variedad y la riqueza de vocabulario y las detalladísimas descripciones. Si el autor de Monóvar había logrado casar para siempre La Mancha con Don Quijote, Vasco da un paso adelante y vivifica en el presente un texto con cien años de vigencia. Azorín y Vasco han sabido superar, sin caer en romanticismos o sentimentalismos rancios ni en optimismos desmesurados, tradicionales visiones de La Mancha como un espacio desolado, triste, seco, árido, inculto y casi fúnebre. Aún así, el respeto a lo verosímil hace que se presente al espectador un retrato fiel de la España rural y provinciana de la época (principios del siglo XX), donde el aislamiento y la incomunicación eran elementos consustanciales a los paisanos y la decrepitud decadente la característica de muchos pueblos.
            La realidad es la que es y la ficción toma carta de naturaleza en esa realidad de manera indisociable. La ruta que se nos muestra, con palabra de Azorín y la voz de Querejeta, es la de la dignidad que el tópico había arrebatado a los seres con los que el autor se había encontrado en su viaje.
            Hay que agradecer que se produzcan montajes como este que ha llevado a escena la compañía Noviembre por su valentía para adaptar unas crónicas/impresiones periodísticas de primeros del siglo XX y darles una estructura dramática con el fin de ponerlas al alcance de público de hoy. Eso es hacer cultura y eso es enseñar deleitando.
            No sorprende, porque ya estamos acostumbrados al teatro de este director, cómo Eduardo Vasco ha sacado el máximo rendimiento con el mínimo de elementos. También eso quizá sea una parábola de lo que es La Mancha como territorio ente la realidad y la ficción. La dirección del espectáculo es exquisita: el carácter itinerante de la obra es una clave que traslada literalmente el viaje realizado por Azorín a través de los caminos y lugares por los que transita el ingenioso hidalgo, Don Quijote.

            Y no asombra, pues fascina, que esta apuesta teatral sea exitosa también en buena parte por el portentoso actor que la da vida, Arturo Querejeta, al que ya va siendo costumbre definir su trabajo con suma de adjetivos superlativos. El actor se transforma en un Azorín muy verosímil y muy creíble y se desdobla sin solución de continuidad en una interminable relación de personajes que sucesivamente aparecen y van dialogando con él. Es muy placentero para el espectador asistir a esa exhibición de recursos interpretativos, voces diferentes y registros tan variados como los que presenta el monologuista.
            La puesta en escena parece sencilla porque cuenta con muy reducidos elementos, pero muestra su complejidad para articular el muy efectivo uso del cine y las proyecciones fotográficas de imágenes reales con el fin de contextualizar lugares en los que se desarrolla la acción. La música es un efecto positivo más del que Vasco, músico también él, hace gala, pues como dijo Cervantes, “donde hay música no puede haber cosa mala”.
            La ruta de Don Quijote, de Azorín/Vasco/Querejeta, es un espectáculo dignísimo, fino, educado y nada mentiroso, que pone de manifiesto la necesidad de profundizar en el conocimiento de la obra cervantina y su mensaje en la sociedad actual. La obra viene a concluir: nada en Cervantes es baladí y debemos atender a todo lo escrito por él, puesto que no da puntada sin hilo.
            En este año de celebraciones del IV Centenario de la muerte de Cervantes, obras como esta, La ruta de Don Quijote, tan ilustradora a la vez que ilustrativa, tiene todas las razones y argumentos culturales y educativos para girar por los escenarios de Castilla-La Mancha y España.

El retablo de las maravillas

Título: El retablo de las maravillas. Autor: Miguel de Cervantes. Compañía: Morfeo. Dirección y dramaturgia: Francisco Negro. Intérpretes: Francisco Negro, Mayte Bona, Felipe Santiago, Adolfo Pastor, Santiago Nogués, Mamen Godoy y Joan Llaneras. Escenografía: Regue Fernández Mateos. Vestuario: Mayte Bona. Iluminación: José Antonio Tirado.

La compañía Morfeo rinde un excelente homenaje a Cervantes y da un valor actualizado a su obra con el montaje del espectáculo que lleva por título El retablo de las maravillas, que es mucho más que la representación del fantástico entremés sobre el que gira esta propuesta escénica. A la pieza central se unen, en una trama muy bien hilada por Francisco Negro, partes de otras obras como (cito de memoria sobre el recuerdo de lo visto) El juez de los divorcios, La elección de los alcaldes de Daganzo, Pedro de Urdemalas, el prólogo del Persiles o el propio Quijote, creando un collage que ofrece claves y diversos momentos de la literatura cervantina.
            Cervantes sentía mucho aprecio por su producción teatral, pues el teatro fue, sin duda, su vocación frustrada. Buen conocedor de la sociedad de su tiempo y fino analista de la misma, escribió textos que conjugan a la perfección el humanismo y la crítica social. De entre todos estos textos dramáticos, los entremeses, que conforman el corazón de la propuesta escénica de Morfeo, son lo mejor, y se puede decir que a Cervantes nadie le superó en este género, que le permitió dar rienda suelta a su naturalidad y sentido del humor.
            Morfeo ha sabido captar la esencia cervantina y ha hilado una dramaturgia interesante, entretenida, divertida, reflexiva, crítica y educativa con estos cuadros de género, llenos de vida, por donde pasan personajes que parecen salidos de la picaresca, a veces, sin que la fidelidad a lo popular sea obstáculo para que se ejerzan las dotes de penetración psicológica que les caracteriza. Cervantes así lo escribió y Morfeo así lo ha sabido llevar a las tablas.
            Huelga decir que El retablo de las maravillas es el más conocido de todos los entremeses. Este texto traslada al ambiente español del Siglo de Oro un viejo tema literario que ya usara Don Juan Manuel en El Conde Lucanor: Dos pícaros fingen representar un retablo que solo puede ver quien sea limpio de sangre (cristiano viejo) y  no sea hijo ilegítimo. El resultado es que todos pretenden ver los títeres inexistentes.
            Morfeo no se queda en el juego efectista, en el humor fácil para provocar la risa, sino que se compromete, reflexiona, critica, enseña y deleita a la vez. Han captado perfectamente la ironía de Cervantes, su risa amarga, que permite reírnos de nosotros mismos y de cosas que, en principio, no parecen tener ninguna gracia, y la llevan a la acción, a la representación y consiguen una teatralidad que el mismísimo autor aplaudiría.
            En este collage teatral que ha compuesto Morfeo se pone de manifiesto la vigencia de la obra cervantina, puesto que se defiende la justicia y la honestidad y se censuran vicios de entonces y de ahora, como la hipocresía, la envidia, la mentira, la vanidad, la prevaricación o la ineptitud de los cargos públicos y su carácter interesado y la corrupción que generan y constituye su modus vivendi.
            En estos tiempos en los que estamos acostumbrados a los espacios teatrales casi vacíos, donde se representan con muy escasos elementos, Morfeo tiene la genialidad de proponer una escenografía basada en Picasso y esencialmente en imágenes relacionadas con el famoso Guernica. Y no solo la escenografía, sino también los figurines de Chanfalla y Chirinos (los dos pícaros del Retablo) son tal cual dos arlequines picassianos coloristas en un conjunto general de grises, blancos y negros. La convivencia del universo del pintor cubista con los textos manieristas de Cervantes es perfecta, compone una estética contemporánea y crea una emoción cultural que supera las barreras del tiempo y del espacio, a la vez que produce un ambiente bello, cálido, emocionante y divertido.
            En un teatro de texto clásico, como es este, importa que se diga bien, que se maticen los detalles y que lo que se dice esté en correlación con lo que se hace, pues todo comunica, aunque quizá fuera preciso algo más de frescura y movimiento, algo más atrevido que casara mejor con la excelente idea escenográfica.
            Es destacable la actuación del conjunto de actores y actrices, que componen un grupo equilibrado, si bien los arlequines, Francisco Negro y Mayte Bona, tienen una presencia más apreciable y vistosa. Así mismo, sobresale Joan Llaneras encarnando las figuras de Cervantes y don Quijote, pues su presencia supone una sorpresa en la obra y pone un contrapunto severo y sentencioso en la representación, a la vez que ilustra al público con la correcta y bella declamación del autorretrato de Cervantes, el discurso de la Edad de Oro del Quijote o la conocida exaltación de la libertad.
            Es evidente que el espectador disfruta con la enorme comicidad de la obra que han tejido con los textos cervantinos (y con algunas morcillas que definen realidades muy reconocibles de nuestro tiempo) y especialmente con el carácter caricaturesco e histriónico de los personajes que desfilan en las diferentes historias que se representan, y, agradecido, aplaude con entusiasmo el buen trabajo realizado.

            Celebrar el centenario de la muerte de Cervantes es esencialmente, fuera de otros folclores –que de Cervantes solo tienen el nombre-, hacer presentes sus obras, leerlas o representarlas. Morfeo así lo ha entendido, y su digno y bien pensado espectáculo bien puede recorrer La Mancha, España y el mundo honrando como se debe a uno de las autores más universales de la Literatura.

sábado, 5 de noviembre de 2016

¡Mi reino por un caballo! Ricardo III: el poder sin escrúpulos

Título: Ricardo III. Autor: William Shakespeare. Versión: Yolanda Pallín. Compañía: Noviembre. Dirección: Eduardo Vasco. Intérpretes: Arturo Querejeta, Charo Amador, Fernando Sendino, Isabel Rodes, Rafael Ortiz, Cristina Adúa, Toni Agustí, José Luis Massó, José Vicente Ramos, Jorge Bedoya, Guillermo Serrano. Escenografía: Carolina González. Vestuario: Lorenzo Caprile. Iluminación: Miguel Ángel Camacho. Música: Janácek/Vasco.


De un personaje sin carisma, moralmente malo y reprobable, de pensamiento retorcido, de espíritu venenoso y de cuerpo deforme, Arturo Querejeta erige un monumento a la interpretación. Este Gloucester/Ricardo III quedará en la historia del teatro como un modelo de actuación que aúna un sinfín de registros expresivos que van desde la excelente dicción, con todos los tonos que modulan el matiz significativo de la palabra y de la frase, a la abundancia de gestos y la expresión corporal en su conjunto. En Querejeta nada es impostado y, si lo es, no lo parece.

            Yolanda Pallín en la versión de esta Tragedia del rey Ricardo III y Eduardo Vasco en la dirección han realizado un trabajo de orfebrería con el texto de Shakespeare, para servir en bandeja un producto escénico exquisito. La delicadeza y la finura con la que han desbrozado el material “gore” del texto original viene a ser como -permítaseme la metáfora- ofrecer bordado en seda lo que antes era cañamazo.

            Ricardo III es en el fondo una simple intriga palaciega en la que el ansia de poder todo lo trabuca. Alguien tiene el poder, y hay otro que quiere quitárselo, y allí es cuando empiezan los líos. El relato de la historia, no es necesario anclarlo en el tiempo real (desde luego en esta versión que dirige Eduardo Vasco el tiempo de la acción es ahistórico en las formas aunque los personajes nos remitan a momentos de la historia de Inglaterra), se puede sintetizar en el siguiente argumento: Tras una larga guerra civil, Inglaterra disfruta de un periodo de paz bajo el reinado de Eduardo IV. Ricardo, duque de Gloucester, tras relatar la manera en que se ha producido la ascensión al poder de su hermano, revela su envidia y sus ambiciosos deseos. Él, jorobado y deforme, no se conforma con su estado y planea conseguir el trono a cualquier precio, eliminando todos los impedimentos que pueda encontrar en el camino. No tiene empacho en eliminar a sus dos hermanos con tal de llegar al trono. Pero la lista de atrocidades se suceden. Se casa con la viuda de su antiguo enemigo, manda matar a sus sobrinos, extermina a los cortesanos que le estorban, y al final se queda más solo con sus demonios interiores. Y, tras la aparición de algo tan clásico en el teatro shakesperiano como el mundo fantasmal, que le trae malos augurios, se produce la rebelión de sus agraviados y la batalla de Bosworth, en la que Ricardo es derrotado y muere, y en cuya escena se pronuncia una de las frases más archiconocidas del teatro: “Un caballo, un caballo, mi reino por un caballo”.
            Rey y villano, Ricardo, ambicioso desmedido, hipócrita, enredador sin escrúpulos, intrigante, mentiroso por interés, de carácter vigoroso pero poco sutil, es el símbolo del poder absoluto desalmado que genera soledad, desasosiego y unas pesadillas que le persiguen pero no le vencen, pues su naturaleza es más fuerte que su conciencia torturada. Y todo símbolo lleva consigo algo de lección que nos enseña a conocer el corazón humano.
            Esta propuesta teatral del grupo Noviembre es muy contemporánea en toda su concepción dramatúrgica sobre la base de un texto clásico (refinado, como dije antes) de una indiscutible universalidad y vigencia, aunque en esta ocasión no se quiera hacer expresionismo realista de esa vigencia, como sí se ha producido en otras versiones recientes. Aún así se puede hacer una traslación a la situación del mundo actual, donde la intriga desde los fondos oscuros provoca que los cadáveres políticos se sucedan y donde la adulación y la traición suelen ir de la mano.
            La dirección impecable y de una elaborada sabiduría de Eduardo Vasco origina que cada detalle, cada movimiento, cada gesto, cada acorde musical, cada canción, cada transición, cada mudarse de unos personajes a otros, cada fraseo, cada diálogo…sirva para elaborar e innovar un plato teatral a la altura de lo mejor que se haya cocido en El Bulli, valga la comparación.
            La interpretación coral sobresaliente, con un trabajo minucioso. Me encanta la manera de decir clara y la entonación, que rompe un poco algunos esquemas muy extendidos, en los que las oraciones no parecen acabar nunca con los finales en suspensión en vez de en las normales cadencias o anticadencias propias de su modalidad. Huelga repetir las alabanzas ya escritas a la creación que realiza Arturo Querejeta.
            En una escenografía funcional, donde los elementos como la maleta, los baúles o las cajas, además de funcionar como delimitadores de contextos espaciales, se llenan de significados trasladados (metonimias), se desarrolla esta dramaturgia, en la que la iluminación y la música, instrumental y cantada, son elementos clave para definir aspectos del mensaje. Así mismo, los figurines de Lorenzo Caprile aportan equilibrio, singularidad y elegancia y yo diría que también comodidad para los actores y actrices.
            En suma, la compañía Noviembre nos ha obsequiado con uno más de sus excelentes montajes shakesperianos. Teatro del grande este Ricardo III, que ha resultado un espectáculo inteligente, refinado, divertido (sí, divertido), intenso, ágil, entretenido, reflexivo y aleccionador, construido con tal maestría que convierte la profundidad de un clásico en una función popular.
            El público en pie, que han gozado sobradamente en el Teatro de Rojas, ha gritado más ¡bravo! que nunca y ha obligado con sus aplausos a que los actores salgan a saludar media docena de veces.

¡Mi reino por un caballo! Ricardo III: el poder sin escrúpulos

Título: Ricardo III. Autor: William Shakespeare. Versión: Yolanda Pallín. Compañía: Noviembre. Dirección: Eduardo Vasco. Intérpretes: Arturo Querejeta, Charo Amador, Fernando Sendino, Isabel Rodes, Rafael Ortiz, Cristina Adúa, Toni Agustí, José Luis Massó, José Vicente Ramos, Jorge Bedoya, Guillermo Serrano. Escenografía: Carolina González. Vestuario: Lorenzo Caprile. Iluminación: Miguel Ángel Camacho. Música: Janácek/Vasco.


De un personaje sin carisma, moralmente malo y reprobable, de pensamiento retorcido, de espíritu venenoso y de cuerpo deforme, Eduardo Querejeta erige un monumento a la interpretación. Este Gloucester/Ricardo III quedará en la historia del teatro como un modelo de actuación que aúna un sinfín de registros expresivos que van desde la excelente dicción, con todos los tonos que modulan el matiz significativo de la palabra y de la frase, a la abundancia de gestos y la expresión corporal en su conjunto. En Querejeta nada es impostado y, si lo es, no lo parece.

            Yolanda Pallín en la versión de esta Tragedia del rey Ricardo III y Eduardo Vasco en la dirección han realizado un trabajo de orfebrería con el texto de Shakespeare, para servir en bandeja un producto escénico exquisito. La delicadeza y la finura con la que han desbrozado el material “gore” del texto original viene a ser como -permítaseme la metáfora- ofrecer bordado en seda lo que antes era cañamazo.

            Ricardo III es en el fondo una simple intriga palaciega en la que el ansia de poder todo lo trabuca. Alguien tiene el poder, y hay otro que quiere quitárselo, y allí es cuando empiezan los líos. El relato de la historia, no es necesario anclarlo en el tiempo real (desde luego en esta versión que dirige Eduardo Vasco el tiempo de la acción es ahistórico en las formas aunque los personajes nos remitan a momentos de la historia de Inglaterra), se puede sintetizar en el siguiente argumento: Tras una larga guerra civil, Inglaterra disfruta de un periodo de paz bajo el reinado de Eduardo IV. Ricardo, duque de Gloucester, tras relatar la manera en que se ha producido la ascensión al poder de su hermano, revela su envidia y sus ambiciosos deseos. Él, jorobado y deforme, no se conforma con su estado y planea conseguir el trono a cualquier precio, eliminando todos los impedimentos que pueda encontrar en el camino. No tiene empacho en eliminar a sus dos hermanos con tal de llegar al trono. Pero la lista de atrocidades se suceden. Se casa con la viuda de su antiguo enemigo, manda matar a sus sobrinos, extermina a los cortesanos que le estorban, y al final se queda más solo con sus demonios interiores. Y, tras la aparición de algo tan clásico en el teatro shakesperiano como el mundo fantasmal, que le trae malos augurios, se produce la rebelión de sus agraviados y la batalla de Bosworth, en la que Ricardo es derrotado y muere, y en cuya escena se pronuncia una de las frases más archiconocidas del teatro: “Un caballo, un caballo, mi reino por un caballo”.
            Rey y villano, Ricardo, ambicioso desmedido, hipócrita, enredador sin escrúpulos, intrigante, mentiroso por interés, de carácter vigoroso pero poco sutil, es el símbolo del poder absoluto desalmado que genera soledad, desasosiego y unas pesadillas que le persiguen pero no le vencen, pues su naturaleza es más fuerte que su conciencia torturada. Y todo símbolo lleva consigo algo de lección que nos enseña a conocer el corazón humano.
            Esta propuesta teatral del grupo Noviembre es muy contemporánea en toda su concepción dramatúrgica sobre la base de un texto clásico (refinado, como dije antes) de una indiscutible universalidad y vigencia, aunque en esta ocasión no se quiera hacer expresionismo realista de esa vigencia, como sí se ha producido en otras versiones recientes. Aún así se puede hacer una traslación a la situación del mundo actual, donde la intriga desde los fondos oscuros provoca que los cadáveres políticos se sucedan y donde la adulación y la traición suelen ir de la mano.
            La dirección impecable y de una elaborada sabiduría de Eduardo Vasco origina que cada detalle, cada movimiento, cada gesto, cada acorde musical, cada canción, cada transición, cada mudarse de unos personajes a otros, cada fraseo, cada diálogo…sirva para elaborar e innovar un plato teatral a la altura de lo mejor que se haya cocido en El Bulli, valga la comparación.
            La interpretación coral sobresaliente, con un trabajo minucioso. Me encanta la manera de decir clara y la entonación, que rompe un poco algunos esquemas muy extendidos, en los que las oraciones no parecen acabar nunca con los finales en suspensión en vez de en las normales cadencias o anticadencias propias de su modalidad. Huelga repetir las alabanzas ya escritas a la creación que realiza Arturo Querejeta.
            En una escenografía funcional, donde los elementos como la maleta, los baúles o las cajas, además de funcionar como delimitadores de contextos espaciales, se llenan de significados trasladados (metonimias), se desarrolla esta dramaturgia, en la que la iluminación y la música, instrumental y cantada, son elementos clave para definir aspectos del mensaje. Así mismo, los figurines de Lorenzo Caprile aportan equilibrio, singularidad y elegancia y yo diría que también comodidad para los actores y actrices.
            En suma, la compañía Noviembre nos ha obsequiado con uno más de sus excelentes montajes shakesperianos. Teatro del grande este Ricardo III, que ha resultado un espectáculo inteligente, refinado, divertido (sí, divertido), intenso, ágil, entretenido, reflexivo y aleccionador, construido con tal maestría que convierte la profundidad de un clásico en una función popular.
            El público en pie, que han gozado sobradamente en el Teatro de Rojas, ha gritado más ¡bravo! que nunca y ha obligado con sus aplausos a que los actores salgan a saludar media docena de veces.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Don Mendo se venga con mucha gracia en el teatro Fernán Gómez de Madrid

De nuevo un Don Mendo sube a las tablas de un teatro de Madrid. Salvador Collado lo ha traído al Fernán Gómez, también conocido como “Centro Cultural de la Villa”. Es un Don Mendo canónico, apostólico, sarcástico y moderno, un eslabón más que se engarza en la cadena de aquellos otros que la protagonizaron, como Manolo Gómez Bur, Fernando Fernán Gómez o José Sazatornil, entre otros muchos. Esta nueva apuesta cumple saciadamente todas las expectativas cuando la comparamos con aquellas que recordamos, y a fe que no podemos decir, tras contemplar esta versión, que cualquier tiempo pasado fue mejor. Esta está a la altura.
La venganza de don Mendo, el famoso texto teatral de Muñoz Seca, es el ejemplo palmario de cómo una astracanada ha devenido en un clásico por su ingenio, su humor y su divertimento. No en vano, en sus casi cien años de existencia, desde su estreno en 1918 en el Teatro de la Comedia de Madrid, ha llegado a ser una de las cuatro obras más representadas del teatro español, junto al Tenorio, Fuenteovejuna y La vida es sueño.
Reír casi siempre tiene premio: el de la abundancia de espectadores y el del aplauso. Y Don Mendo consigue la sonrisa, la risa y la carcajada, pues este teatro considerado menor, literariamente hablando y no en la consideración del público, se basa esencialmente en el chiste verbal y en el retruécano, el juego de palabras, en la deformación cómica del lenguaje, en la acumulación de elementos paródicos fácilmente entendibles, las constantes bromas y en las continuas referencias a un contexto que evidencia una moral utilitaria. La acción, los personajes (cuyos nombres también se aprovechan para el chiste) y hasta los figurines y el decorado están al servicio del gracejo. La pretensión del conjunto es hacer reír a toda costa. La producción que Collado, con un excelente elenco de actores y actrices, nos presenta en el Fernán Gómez de Madrid entretiene desde el minuto inicial a la caída del telón.
Huelga contar los pormenores del contenido de esta obra que gira sobre la  historia de un tal Don Mendo, traicionado por su amante Magdalena, dama poco edificante, que se deja llevar por la codicia cuando le surge un partido con más peculio para casarse, como es el rico Duque de Toro. De esta traición es de la que Don Mendo buscará vengarse con toda suerte de divertidas situaciones. Nada nos importa: ni la unidad de acción, ni la de tiempo ni la de lugar, ni que la peripecia se ambiente en una España medieval anacrónica con guiños al presente. La verdad es que La venganza de don Mendo es una caricatura, una parodia, de las tragedias historicistas, escrita en verso, de la que los espectadores suelen recordar tiradas de ellos a poco que la vean un par de veces (“Para asaltar torreones, cuatro Quiñones son pocos. ¡Hacen falta más Quiñones!). La obra cumple sus objetivos cuando a la salida del teatro ves al público comentándola con la sonrisa aún en el rostro. Muñoz Seca se ríe de aquellas ampulosas historias romanticonas llenas de una poesía dramática huera y alza la carcajada destructora y surreal de su don Mendo con sus innumerables ripios, sus rimas en agudos o en esdrújulos.
La versión que ahora vemos, dirigida por Jesús Castejón, es muy eficaz con la risa, respetuosa con el contenido, muy trabajada en la dicción del verso y en el movimiento escénico, incluidas las coreografías, no abusa de un histrionismo que no es necesario y coordina perfectamente a los numerosos personajes.
Los quince actores que dan vida al espectáculo realizan un gran trabajo. Me encantaron Jesús Berenguer, que bordó un don Nuño muy auténtico; Roberto Quintana, que se invistió en una doña Ramírez con mucha gracia y desparpajo; Cristina Goyanes, que hizo una Magdalena de rompe y rasga y que cambiaba de registro con naturalidad dependiendo de cada situación, sacó rendimiento y vigorosa comicidad a su papel de “mala”; Marcelo Casas, icosaédrico en sus variados desdobles; Karmele Aramburu, que dio vida a una delicada reina que se desmayaba de amor adúltero, si se daba el caso; Vallery Tellechea, que perfiló una potente Azofaifa de emociones creíbles; y me sedujo Chema Pizarro, que creó un don Pero tan cervantino que, a veces, parecía un verdadero Quijote descabalgado. Ángel Ruiz hace un Mendo muy de hoy, seguro y eficaz, que se mueve con rigor y equilibrio en el bamboleante alambre que une la tragedia y el sarcasmo. Muy bien en general, una interpretación sólida, sin dientes de sierra, que mantiene la tensión y la vis cómica sin estridencias (solo las que pide el texto) durante todo el espectáculo.
La escenografía ingeniosa, en la que el espectador tiene que poner su punto de imaginación para concretar la realidad espacial, y un vestuario ad hoc conforman un contexto en el que sobresale lo esencial: el lenguaje, la configuración de unos personajes bien perfilados, cada uno con la acumulación de sus típicos tópicos.
La Venganza de Don Mendo, en el Teatro Fernán Gómez o Centro Cultural de la Villa de Madrid, es todo un regalo. En un tiempo en el que el ambiente está tan enrarecido viene bien la risa que trae esta bocanada de aire cómico por la que ha apostado la compañía de Salvador Collado con la producción de esta obra. Quien pueda que no se la pierda y quien no pueda que haga un poder y vaya a disfrutarla.
(Publicado en noticiasdigital.es).

Homenaje a Ana Diosdado con la representación de su última obra

El Centro Dramático Nacional en colaboración con la SGAE está tributando un homenaje a Ana Diosdado, que lo fue todo en el teatro, fallecida hace poco más de un año. Son numerosos los actos que se están llevando a cabo: encuentros con el público, un ciclo de cine en la sala Berlanga con títulos significativos, el espacio Los lunes con voz y, muy especialmente, la representación, en el teatro María Guerrero, de la última obra que escribió, El cielo que me tienes prometido, que estará en cartel hasta el 18 de septiembre. Esta pieza fue un encargo especial que le hizo a la autora el productor Salvador Collado con el fin de llevarla a las tablas con motivo del quinto centenario del nacimiento de Santa Teresa.
            El cielo que me tienes prometido es mucho más que una obra de ocasión por más que se escribiese como un encargo para la conmemoración del centenario de Teresa de Jesús. Es una pieza teatral excelentemente cortada y equilibrada, magistralmente trabajada en la utilización del lenguaje clásico y con la fuerza dramática que ofrecen dos figuras tan señeras y con tanta personalidad como la princesa de Éboli y Teresa de Ávila. El texto nos presenta la imagen enfrentada de esta dos mujeres que rompieron moldes en su tiempo,  sus diferentes maneras de entender la vida desde una idea del poder (la de Éboli) y desde la llaneza del día  a día y la dignidad del individuo (Teresa); también es evidente la intención de Ana Diosdado de marcar el perfil de tres amores: el que siente Teresa por Dios; el de la aristócrata por el marido que acaba de perder; y el de una joven, Mariana, obligada a abandonar su vida para ingresar en el convento, contra su voluntad, pues lo que ella quiere es casarse.
            La obra se resuelve en una jornada, una noche, que refleja el encuentro (choque, podríamos decir) entre Teresa de Jesús y Ana Mendoza en ese última vez que se vieron en esta vida. Siempre hay que tener en cuenta que entre ambas mujeres, de genio vivo y dominantes, hubo discusiones y encontronazos durante la construcción del monasterio de Pastrana y volvieron a tenerlos al morir el Príncipe y pretender su desconsolada esposa tomar el hábito de las descalzas y entrar en el convento pero sin dejar de vivir y ser tratada como una princesa que manda en su casa, algo que la madre Teresa no podía consentir y que motivó el que hiciera que sus monjas abandonaran el lugar.
            El perfil de Teresa de Jesús no es el de la mística subida, sino el de la mujer con conciencia que siente a Dios entre los pucheros, la que habla como la gente, siente como sus iguales y vive con conciencia del mundo que la rodea, con sus grandezas y debilidades, certezas y contradicciones, sin perder la referencia del Amado (Dios). En este sentido es muy interesante el recitado de poemas en voz en of que realiza Emilio Gutiérrez Caba, además de la propia Teresa, tanto propios como de San Juan de la Cruz.
            Las dos mujeres defienden su mismidad, están enfrentadas pero obligadas a escucharse, y nos enseñan a defender la libertad para que cada uno viva la vida a su manera.
               Con una escenografía minimalista y un vestuario simbólico correcto (excepto la toca que molestaba a Mariana) de Alfonso Barajas, una iluminación que clarificaba la escena y potenciaba los momentos singulares de Rafael Echeverz y un espacio sonoro muy de acorde para la ocasión, quizá con demasiado volumen, a veces, de Luis Delgado, la obra toma consistencia y verosimilitud.
            La interpretación fue excelente. Irene Arcos (Ana Mendoza) recreó un personaje ambivalente con fuerza y poderío, María José Goyanes (Teresa de Jesús) parecía Teresa de Jesús en carne, hueso y lágrimas, eso lo dice todo, y Elisa Mouliaá (Mariana) mostró con profesionalidad el encanto de un personaje menor pero con la altura interpretativa necesaria. Las tres hicieron triunfar la palabra y su esencia por encima de gestos menores, pero interesantes, pues estos también muestran actitudes. Este, sin duda, es el mejor homenaje y el más significativo recuerdo que se puede hacer a Ana Diosdado, que pudo incluso dirigir la obra en su preparación y primeras representaciones antes de su muerte en 2015.
            Hay que agradecer al productor Salvador Collado, al propio ministro de Educación y Cultura y al Centro Dramático Nacional, que hayan hecho lo posible para que se reconozca y recuerde a Ana Diosdado con un trabajo que dice tanto de su labor como escritora y de su amor a la cultura y el teatro.
                          
           (Crítica publicada en ntoticiasdigital.es).

martes, 15 de marzo de 2016

¡Cómo duele la verdad! Un enemigo del pueblo


Título: Un enemigo del pueblo. Autor: Henrik Ibsen. Versión y dirección: Joaquín Vida. Compañía: Cosmoarte. Intérpretes: Juan Gea, José Hervás, Luz Olier, Manuel Brun, Mar Bordallo, Jan A. Molina, Héctor Melgares y Guillermo Montsinos. Escenografía: Diego del Rey. Diseño de luces: Daniel Navarro. Producción: Cosmoarte S.L.

Teatro realista, teatro social, teatro político, teatro de ideas, teatro de la palabra más que de las emociones. Una lección moral. Un encuentro entre la verdad y la repugnancia del engaño. La demagogia como procedimiento para aborregar a las masas. El valor superior de la inteligencia. La defensa de la libertad de expresión y la honestidad frente a los intereses diversos. Un repaso a todas las corrupciones posibles: la económica, la ideológica, la del poder establecido, la de la prensa, la de la masa embaucada, la de los intereses personales, la familiar, la gremial. De todo esto se alimenta Un enemigo del pueblo, uno de los dramas más áridos escritos por Henrik Ibsen en su fecunda madurez. Más que un drama es un debate, en el que los personajes son interlocutores que sacan su fuerza de sus posiciones polémicas en el enfrentamiento que gira ante un concepto como es el de la verdad, que se asume o no se asume en función de las diversas motivaciones individuales. La conclusión es absolutamente demoledora y el protagonista, el doctor Stockmann, magníficamente encarnado por Juan Gea, que no tuerce su postura objetivada en la verdad de la ciencia, ni cede la libertad de pensamiento ante los chantajes, es señalado, paradójicamente, como “enemigo del pueblo” y se exalta al sentirse solo, porque ha comprendido que “el hombre más fuerte del mundo es el que está más solo”. El mantenimiento de su moral y de su ética no nos impide pensar que su drama es su fracaso social ante unos gobernantes y un pueblo que optan por vivir en la impostura, pues en esta y la mentira encuentra su estabilidad el poder.
            Un enemigo del pueblo tiene una trama dramático-narrativa lineal. En una pequeña ciudad se abre un balneario que atrae gente y ofrece prosperidad y riqueza. El doctor Stockmann, director médico del balneario, descubre, mediante unos análisis, que el agua está contaminada y es peligrosa para la salud. Opina que hay que acometer obras para solucionar el asunto y de ello informa a su hermano, que es el alcalde de la ciudad y dirigente y accionista del balneario, con el fin de que resuelvan el problema. El periódico local, denominado progresista, la Plataforma Cívica de ciudadanos y otros interesados en atacar al poder caciquil local ofrecen en principio su ayuda al doctor Stockmann. Pero los interesados empiezan a oponerse al doctor, sin importarles que lleve razón. El primero y el más corrupto es el hermano alcalde, que considera descabellado (para los intereses de la oligarquía) cerrar el balneario durante los dos años que durarían las obras de saneamiento, argumentando que sería la ruina para la ciudad. El periódico y  la Plataforma Cívica también cambian de opinión, por su interés pecuniario, y apoyan al alcalde y dejan solo a  Stockmann con su verdad. Sólo un marinero joven, un grumete, le ayuda para que, en los almacenes de su casa, el doctor pueda dirigirse al pueblo en asamblea y explicar la situación del balneario. Los poderes también controlan esta asamblea informativa y los ciudadanos, manipulados por periodistas y políticos, declaran al doctor enemigo del pueblo.
            Partiendo de la idea de que Ibsen no era para nada un revolucionario de izquierda y que su obra en general, y esta en particular, pone de manifiesto un cierto  aristocratismo intelectual,  se puede considerar que el tema de Un enemigo del pueblo es de pura actualidad, pues plantea asuntos tan objetivos como el de la verdad científica frente a los intereses económicos, el poder político y económico que maneja los hilos de la sociedad, la manipulación informativa, los intereses particulares enmascarados bajo la noción de "bien común" y una opinión pública a la que se sacraliza al tiempo que se la manipula obscenamente.
            Esta obra densa ha sido muy bien planteada por Joaquín Vida, con un ritmo dramático ágil en un escenario realista y funcional y con una iluminación efectiva que resalta unos muy bien diseñados figurines.
            La labor actoral ha sido excelente, notándose aún algunos titubeos propios del estreno. Juan Gea ha protagonizado con veracidad y fuerza a un doctor Stockmann equilibrado, que ha ido subiendo de tono en la medida en que el argumento iba llenando de pasiones encontradas al personaje y el actor acomodaba perfectamente los registros. José Hervás ha interpretado magistralmente un alcalde al que ha dado la asombrosa verosimilitud del político corrupto. Luz Olier ha representado con dulzura la virtud de la prudencia de la madre de familia y Mar Bordallo se ha metido en el papel de una hija saludable y comprometida con una frescura interpretativa muy empática. Guillermo Montesinos ha dibujado un suegro (Morten Kiil) simpático y con carácter, al que la dirección, incluyendo el propio vestuario, le ha dado una presencia rutilante. Manuel Brun, muy bien en el papel de Aslaksen, aunque ha exagerado quizá demasiado la rigidez de unos tópicos archirrepetidos. Juan Antonio Molina, como Hovstad, y Héctor Melgares, como Horster, han cumplido dignamente y con brillantez con sus respectivos papeles.
            Extraordinario teatro de reflexión el que hemos visto en el Rojas de la mano de la compañía Cosmoarte, a la que hay que agradecer su apuesta por una obra con tanto meollo en un tiempo en el que se suelen prodigar los divertimentos minimalistas.