lunes, 2 de noviembre de 2020

¡Loadas sean las puches!

En los Santos, ¡puches! Se me saltan las lágrimas ante un plato de esa patria que es la infancia: las puches de los Santos. Una gran orquesta de chefs no las haría mejor que mi madre con su sartén de hierro en las trébedes sobre ascuas de troncos de encina. Las puches son música, hay que dominar el tempo para que los mínimos ingredientes funcionen y el resultado sea la exquisitez de un beso suave en el paladar cuando cae sobre la cuchara plena.

La sinfonía se compone con harina, anises, azúcar, una cáscara de naranja, un poco de miel, aceite de oliva, unos coscurros de pan y agua. Nada más y nada menos. Escribir una novela en soledad parece más sencillo. Inteligencia, dame el equilibrio exacto. Para la preparación me pondré de ambiente el Miserere de Zelenka, versión de Accademia Barocca Lucernensis, con dirección de Javier Ulises Illán, es puro haevy barroco. Elaborar un plato sencillo de puches es una épica doméstica. Son poesía impura como un traje usado, con arrugas, pero también una declaración de amor y un idilio. Y nos da para pensar en este mundo raro que nos toca vivir y en el hombre y en la libertad del hombre, y en ese día en que libertaremos la luz y el agua, la tierra y todo será como el corazón abierto a los inmensos horizontes nos indique. Pero hoy son solo eso, las puches, compuestas con una recetilla recordada de mi madre, de las manos de mi madre, curtidas y ágiles. Sigue la música ya que todo lo llena: Miserere mei, Deus: secundum magnam misericordiam tuam. Recuerdo de todos los santos y de todos los difuntos y de todos los vivos que pudieran acercarse a probar las delicias de este plato.

Me pongo manos a la obra. Por las ventanas de la cocina entra el aire del mundo, las lacias y ocres hojas de los árboles se ven caer ante un soplo débil de viento. Todo es humilde y esencia sobre el tablero: la harina, los anises, el azúcar, la cáscara de naranja, la miel, el aceite de oliva, el pan duro y el agua. Nada va a ser complicado. Me gustaría trabajar el guiso con mis nietos pero están lejos. Seamos transparentes con los recuerdos, con las emociones y con el proceso de preparar las puches. Sigue en el Miserere de Jan Dismas Zelenka y, cuando acabe, que se inicie el Confitebor tibi. Mientras, ya estoy cociendo los anises junto con la cáscara de naranja seca en el agua. Va a ser un caldo con aromas, un caldo con música de la que remueve el alma. Cuando ya está sustancioso el cocimiento, lo dejo enfriar. La paciencia es uno de los ingredientes necesarios en toda cocina que busque la excelencia, desde la más básica y humilde a la más compleja y elaborada. Y la paciencia se lleva mejor con música ambiente. Ya está frío, del tiempo, el líquido. Hoy no lo cuelo, voy a dejar los anises cocidos. La cáscara de naranja si la saco, ya ha cumplido la función de dejarnos sus aromas.

El estilo contrapuntístico de Zelenca, muy del gusto francés, me entra por los oídos, mientras en cuenco con agua fresca voy disolviendo la harina con un batidor y un buen juego de muñeca, hasta que todo está suave como unas natillas. Nada debe quedar que parezca un grumo. Es el momento del dulzor, añado el azúcar. No me gustan muy dulces, no las quiero empalagosas. Recuerdo unos versos de Pablo Neruda: Suave tu piedra pura ancho tu cielo blanco.

Esta disolución de harina y azúcar la vierto en el agua de anises y cáscara de naranja que me está esperando, ya hirviendo a fuego lento, en una sartén honda, de esas antiguas de cobre. Muevo y remuevo con la cuchara de palo al ritmo del Confitebor tibi. Paciencia, paciencia, ingrediente exacto del cocinero. Amo todas las cosas, no sólo las supremas, sino las infinitamente chicas, los platos, los floreros, el ascua de la lumbre, la naranja, la cuchara de palo con la que muevo las puches. Y dejo que cuezan suavemente diez o quince minutos, sin dejar de mover al ritmo de la música o de los recuerdos, con la vista en la mano de mi madre que sigue ahí, aunque lleve muerta casi treinta años. Ya están cocidas. Las vierto en la cazuela. No las quiero duras como el pan ni tan claras como un gazpacho. Así están bien. En su punto. No pasa nada. El mundo está bien hecho. Pero no hemos terminado.

Sartén nueva. Aceite de oliva virgen. Unos coscurros de pan. ¿Qué son los coscurros? Pues ni más ni menos que unos trozos de pan duro o al menos sentado. ¿Y para qué quiero los coscurros? Para freírlos y rociarlos luego de miel. Los frío que doren pero que no se quemen y los aparto a un plato. Sigue la música. El tiempo sigue. No nos descuidemos. En la misma sartén, ya con poquito aceite, sofrío una cáscara de naranja para que deje su fragancia, la saco; vierto sobre ese aceite aromático unas cucharadas de miel y la sartén comenzará a ser como una nube de espumas. Dejo caer los coscurros fritos, rápido, rápido y los voy sacando, rápido, rápido, y los voy hundiendo en la cazuela de las puches. Ya está. Ha terminado de sonar Zelenka. La piedra transparente del recuerdo me lleva a mis nietos y envejezco un poco viviendo su sonrisa con estas puches que reposan en la mesa, esperando la frescura del reposo hasta que la cuchara se hunda en ellas y vaya a la boca cantando ahora el Miserere de Adolph Hasse, también de Accademia Barocca Lucernensis. Hemos pasado de la fuerza potente y oscura de Zelenka a los tonos animados y monumentales de gusto italianizante, el dorado barroco de Hasse, pleno de un virtuosismo vocal deslumbrante que casa perfectamente con el no menos deslumbrante gusto bucal de las puches.


Un canto de alabanza es este texto, un canto de optimismo luminoso a algo tan simple, verdadero, humilde y sencillo como un plato de puches, alimento nutricio del pobre en fiesta y parte esencial de su felicidad terrena cuando puede llevársela a la boca. Son puches de esperanza en todos los sentidos de la palabra. La pretensión no trasciende el universo, es puro homenaje a la felicidad, a la evocación, a la infancia y al recuerdo. También al presente de ojos tristes. A todos los Santos y a todos los difuntos y a todos los que viven con la mera contemplación de las cosas sencillas. La alabanza exaltada de las puches, con su música barroca y todo, la convierto en un acto de optimismo y en una llamada a congregarnos ante la “pandemia” solidaria alrededor de los humildes portentos que nos rodean. Las gracias sean dadas a las manos de mi madre, que me enseñó a leer y a guisar, y a mis nietos, que me animan a vivir, y a la sartén, y al fuego, y a la harina y a quienes molieron el trigo, y a la aceituna y al aceite, y a las cáscaras de naranja y a los anises y a la miel y el azúcar que todo lo endulzan. ¡Loadas sean las maravillosas puches!

De los fanatismos hay que reírse.

Título: Señor Ruiseñor. Dramaturgia: Ramon Fontserè con la colaboración de Dolors Tuneu y Alberto Castrillo–Ferrer. Compañía: Joglars. Dirección: Ramón Fontserè. Intérpretes: Ramon Fontserè, Pilar Sáenz, Dolors Tuneu, Xevi Vilà, Juan Pablo Mazorra y Rubén Romero. Espacio escénico: Anna Tusell. Proyecciones: Manuel Viecente. Diseño espacio sonoro: David Angulo. Vestuario: Pilar Sáenz Recoder. Iluminación: Bernat Jansà. Producción: Joglars. Escenario: Palacio de Congresos El Greco.

La tradicional escuela de Joglars más los consabidos «tics» a los que nos tiene acostumbrados su director de esta nueva época, el carismático Ramon Fonserè, han facturado un espectáculo, que, sin ser del género del esperpento, se le aproxima. Mucha ironía, mucha caricatura, mucha realidad retratada en sus márgenes más ridículos y criticables, un ambiente casi poético (el del multicultural artista Santiago Rusiñol), y una escenografía que nos recuerda a la mítica que realizara Víctor García para Las criadas (1969) han completado un divertimento que lleva a la reflexión y la risa. En el fondo subyace esa idea de lo identitario, que, desde el cráneo hasta el ano, lleva a las sociedades a ser inverosímiles. Por supuesto, la Cataluña independentista y, sobre todo, antiespañola, están en el punto de mira de la farsa.

No es de extrañar que el sentido crítico y creativo de Joglars se haya fijado para este montaje en la figura de Santiago Rusiñol (1861-1931), un hijo de la burguesía catalana que simboliza una personalidad intensa y compleja, con una visión melancólica, amarga y desencantada de la vida, y que a su vez es una persona dotada de un gran talento que discurre por el muy diverso mundo de la cultura y hace de él un artista en el más amplio sentido de la palabra: pinta, escribe novela, teatro, poesía y crítica. Es asimismo un referente de la modernidad y de la introducción del Modernismo en las artes y la literatura. Y es también uno de los intelectuales más importantes de la Renaixença literaria y cultural de Cataluña. Y por si todo lo anterior fuera poco, por su cosmopolitismo nada terruñero, está considerado como un ejemplo de lo que los españoles consideran la Cataluña cívica, culta y abierta al mundo. De él afirmó Josep Pla que fue «un destructor de fanáticos que representó una sociedad de ciudadanos holgados y juiciosos a orillas del Mediterráneo».

Esa idea en la que no caben los fanatismos ni el borrar el relato verídico del pasado para construir otro nuevo, el identitarismo excluyente, acorde con intereses en muchos casos espurios es el eje sobre que se mueve Joglars para componer la obra Señor Ruiseñor, cuyo objetivo más positivo, a partir de la figura de Rusiñol, es la reivindicación del arte como patria universal contra las patrias identitarias. Y diría que aún más, pues evidente es la defensa de los valores de la libertad, la crítica al poder corrosivo y al dogmatismo.

Señor Ruiseñor es una obra coral en la que es clave el movimiento de los seis actores en el escenario, donde trabajan esencialmente las acciones con una extraordinaria expresión corporal, en la que demuestran su acendrada profesionalidad en el estudio del gesto y cada detalle del movimiento de su cuerpo. Junto a la expresividad corporal hay que destacar el magistral uso de la voz. Todo ello compone un espectáculo divertido, hilvanando una sucesión de gags, en los que la atención del espectador es necesaria para no perder detalle de los dobles sentidos, los juegos de palabras o los gestos que definen a personajes conocidos. Así consiguen escenas delirantes y muy logradas, como la presentación del objeto fetiche del museo, el cráneo, o la que actualiza el trasunto del rey desnudo, a propósito de esa catalanidad entendida en los horizontes de la irracionalidad. No menos graciosas, por rizar el rizo de lo identitario, son la de los pliegues del ano, la mofa de Pujol y el pujolismo o la que implica a representantes de la iglesia en esta compleja falacia. Más poéticas son las acciones que tienen que ver con la evocación de las obras de Rusiñol, como L’auca del senyor Esteve, con una coreografía armónica y textos rimados muy graciosos, que configuran la sátira burguesa de su contenido; y el cuadro La morfina, que, aunque tiene referencia autobiográfica del autor, que era morfinómano, en este espectáculo es un leiv motiv de efecto cómico.

La escenografía, sencilla y funcional, aúna el suelo libre (una plataforma inclinada) y las proyecciones en una gran pantalla panorámica frontal. Esta combinación de cine y teatro consigue efectos bellísimos que dan sentido a un espectáculo pictórico y estético. A este entramado visual hay que unir el sonoro, con una muy destacable selección musical con momentos especiales como el coro de la zarzuela Doña Francisquita y el zapateado.

Un acierto es la capacidad de desdoblarse, la elasticidad y el carácter camaleónico, propios de la vieja escuela de formación actoral de Joglars, bien dirigidos por Ramon Fontserè, que es además el actor protagonista de la función, con su forma de interpretar que le hace tener estilo propio. Pilar Sáenz, Dolors Tuneu, Xevi Vilà, Juan Pablo Mazorra y Rubén Romero ponen de manifiesto su versatilidad en unos papeles que buscan el divertimento y lo consiguen. Muy buena interpretación de todos ellos; es tanta su experiencia que parece fácil todo lo que hacen y, sin embargo, están utilizando una gran variedad de recursos dramáticos que en modo alguno se improvisan. Son un verdadero reloj suizo: exactos y equilibrados.

Joglars sigue siendo por escuela, por conocimiento, por investigación y por su línea creativa uno de los grupos que mejor teatro hace en su género desde hace diez décadas. Señor Ruiseñor es un buen ejemplo y quizá en esta época de Fonserè frente a la anterior de Boadella se evite el exceso de histrionismo en las propuestas.

Al final resulta que el tiempo pasa rápidamente, que el público se ríe y se divierte con su mascarilla puesta. Y todos los que hemos asistido a la representación en un auditorio de butacas salteadas, por aquello de las medidas de seguridad de la pandemia, hemos aplaudido con fuerza por el espectáculo y por el esfuerzo de unos y otros por mantener la cultura activa. Esto debe seguir y debemos aprovechar todas y cada una de las pequeñas posibilidades que la ciudad nos ofrece, como es el teatro o la música o los museos, para darle sentido positivo a esta existencia de miedo, empobrecimiento y congoja en que nos tiene sumidos la cruda realidad de la que tanto trabajo nos cuesta evadirnos.

viernes, 29 de mayo de 2020