miércoles, 21 de febrero de 2007

LA BODA DE ROBERT

Robert se llamaba Roberto cuando en los años gloriosos corríamos delante de los grises por los anchos espacios de la ciudad universitaria de Madrid y cuando fuimos al mitin de Tierno Galván en la vieja plaza de toros de Vistalegre porque simpatizábamos con el PSP. Lo leímos casi todo en el Ateneo y matamos el hambre muchos días en los comedores del SEU, donde dejaban repetir el primer plato cuantas veces quisieras. De cuando en cuando consumíamos largos ratos en un antro oscuro y con mucho humo de indefinidos aromas en la calle Libertad. Luego los caminos paralelos devinieron divergentes y el tiempo y la distancia hicieron que la amistad fuera solo un grato recuerdo.
La casualidad a veces existe. No hará más de un año que volví a ver al amigo lejano en la estación Términi de Roma. Fue un reencuentro de lo más agradable, como si nos quitásemos de golpe treinta años de encima. Hablamos de las prosas de nuestras vidas y, como siempre ocurre en estos casos, decidimos que volveríamos a vernos. Es más, Roberto, ahora Robert, me dijo que se iba a casar y que me invitaría a la boda. No le pregunté ni con quién, ni cuándo, ni dónde.
Hace un par de meses me llegó su invitación para la boda. La abrí y me enteré, no sin sorpresa, que Robert se casaba con Jordi en el mes de febrero en una de las islas pitiusas. No podía faltar, se lo había prometido. Allá que fui. No hubo arroz y sí pétalos de flor de almendro, que ahora están todos hermosos de blancura en las islas mediterráneas. En la ceremonia hubo lecturas varias, poemas de Neruda y de Lorca (no es sorpresa si digo que bien elegidos de “Sonetos del amor oscuro”); yo mismo leí uno de Antonio Gala que me parece la pasión encendida, no sé si ángel o diablo. El “piquito” que se dieron Robert y Jordi, mientras les llovían flores blancas, fue de lo más tierno. (Entonces se me vino a la mente una imagen de Roberto de tantos años atrás que nos salvó del calabozo, cuando le puso una piedra en las narices a un gris que estaba para echarnos el guante). Fui feliz con ellos en la ceremonia y, más aún, el día que pasamos juntos. Jordi es encantador, culto y dicharachero; debe tener diez o doce años menos que Robert. Creo que Roberto ha acertado una vez más en la vida; y me alegro.

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