viernes, 9 de noviembre de 2012

Dieciocho años después, El Nacional, de Els Joglars, vuelve a encantar. LA MENTIRA ES LA VIDA, LA VERDAD ES EL TEATRO


Musical, sátira social, gestión de una crisis abocada al desastre, crítica a todos los divismos e individualismos hipócritas e interesados, “sacacolores” a los burócratas y políticos vividores de la cultura sin hacer nada limpio por ella, vacuidad de las vanguardias, lucha entre el desencanto y la esperanza… todo esto ya estaba en la obra que se estrenó en 1993 y sigue de más actualidad, si cabe, hoy, en esta realidad del contexto social que está llevando la cultura al aniquilamiento por asfixia.

El Nacional es una obra total que cautiva y atrapa al espectador, al que nunca confunde. El cóctel teatral contiene los ingredientes ya conocidos en el teatro de Els Joglars: buenos textos, humor, sentido de la ironía, sarcasmo a veces, claridad crítica sin morderse la lengua, sin que haya institución alta o baja, persona de alcurnia y blasón o simple ciudadano que se salve del dardo bien dirigido. A estos ingredientes clásicos se ha unido ahora la actual precarización de la cultura, la degradación de la profesión de actor y la situación simbólica del deterioro real de la sociedad encarnado en un teatro que se va a derruir. Estos ingredientes se agitan con unos excelentes actores y actrices con mucha creatividad, excelente trabajo y dilatada experiencia a sus espaldas, y una dirección impecable del iconoclasta Albert Boadella, que con esta producción dirige a Els Joglars por última vez.

El escenario, un teatro de la ópera, decrépito, a punto de ser derribado para convertirse en una oficina de Bankia –soberbia ironía. Sobre el escenario un viejo acomodador, el Ramón Fontserè de siempre, del que nunca sabré dilucidar si la verdad es el hombre o la verdad es el actor, lo confundo. Él es don José y quiere resucitar el arte lírico; para ello pretende valerse de una pandilla de indigentes más que de indignados, que, con tal de dormir bajo techo, siguen el juego a este idealista obsesionado con un Rigoletto, que afirma que es de Shakespeare, aunque al  final ya se lo adjudique a Verdi.
            La singular compañía, con personajes minuciosamente dibujados: los músicos callejeros, la putilla, el carterista, el borrachín y la antigua mujer de la limpieza, que había aprendido las óperas de tanto escucharlas, quiere representar un proyecto del que no se atisba el fin. Estamos ante el esquema clásico del teatro dentro del teatro, conformando un ir y venir de la música operística a la peripecia, de la convivencia a las individualidades, de los hechos a la ficción. El puzle tiene linealidad y las piezas encajan perfectamente. Y en el fondo asistimos, además de a un espectáculo que encandila, divierte y hace pensar, a una verdadera lección de lo que debe ser el buen teatro, tanto en la práctica de los actores reales, como en la propia lección que lleva a cabo Ramón Fontserè, como don José, con esta compañía a la que tiene que adiestrar. Esta lección pone de manifiesto el desprecio a las malas imitaciones y a la improvisación en favor del buen trabajo; busca la naturalidad; y se vuelve sulfúrica cuando aparece la vanidad o el histrionismo. Evidentemente, aquí encontramos algo muy del propio hacer de Boadella: la autocrítica, en especial cuando se refiere a los actores bufones –recordemos su excelente libro Memorias de un bufón. Sin embargo el teatro es sagrado y merece un respeto; el teatro es la verdad, la mentira está en la vida; por eso, la primera lección del director reside en el leitmotiv  de “mirar y oler”, para poner de manifiesto lo obsceno y lo transgresor.
            El Nacional es una obra visionaria, creada en los primeros años noventa, que está más fresca y actual que nunca, pues anticipa la patética situación en que está la cultura y la propia sociedad española. Estamos ante una alegoría sutil, sensible, poética a veces, y demoledora en su crítica absoluta al arte prostituido, a la afectación de los actores y a las burocratizaciones, encarnadas estas en los sindicatos y en los gestores culturales. Se me ocurre definir esta obra como un espectáculo que tuviera en sí mismo, además de su propio contenido, otras raíces agarradas en las referencias culturales del esperpento valleinclanesco, el humor irónico berlanguiano, el pellizco buñuelesco y un toque surrealista del Cuerda de Amanece que no es poco.
            
Es justo, en esta creación coral, alabar la presencia de Fontserè, tierno e implacable con sus “tics”; y junto a él, Jesús Angelet, grande; Minnie Marx, grandísima; Pilar Sáenz y Dolors Tuneu, imprescindibles; Xavi Sais y Lluís Olivé, impecables; y Begoña Alberdi, en el papel de la soprano Manuela Castadiva y Enrique Sánchez-Ramos como el barítono Peñón, que al arte de una interpretación excelente unen el no menos extraordinario del bel canto. Una lección de interpretación, en suma.
            Este deleite teatral considero que no estaría cerrado sin una moraleja. Esta enseñanza moral sería la de hacernos saber que, ante los tiempos duros y la adversidad, no hay que buscar las causas de los problemas y las soluciones solo en los otros. Tenemos que ser todos, comprometidos con una realidad que no es individual sino colectiva, quienes luchemos, arrimemos el hombro y aportemos el grano de arena para cambiar un mundo que no nos gusta ni poco ni mucho ni nada.
            Enhorabuena, una vez más, al teatro de Rojas por hacer por la cultura cívica y por el teatro lo que pocos ya se atreven a hacer en este páramo insensible que nos rodea.

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